MIGUEL ÁNGEL BALLARÍN 23/03/2020
Lejos de la agresividad de la viruela, su existencia habría pasado prácticamente
desapercibida antes de Pasteur. Lo que ha convertido a COVID19 en el más famoso
de los virus, no es su alto poder patógeno sino, por el contrario, su facilidad
para pasar desapercibido a la mayoría de los infectados, por su escasa sintomatología
y su largo periodo de incubación, máxime en medio de nuestra gran movilidad
y masificación.
Para hallar el porcentaje de muertes que provoca entre los infectados hay que conocer
tanto el número de muertes, como el de infectados, sean o no sintomáticos.
Los datos de países con diagnósticos más exhaustivos hasta la fecha
como Corea del Sur y Alemania, son del 1,1% y el 0,3% respectivamente sin que el
diagnóstico haya alcanzado a la totalidad de la población. En el escenario
más catastrófico un 0,5% de la Humanidad podríamos perecer por COVID19.
Una cifra multimillonaria tan espeluznante, desde el punto de vista humano, como
irrelevante, desde el ecológico, en una Biosfera con tal profusión de
especies animales y vegetales extintas o en severo retroceso.
La buena noticia es que un infectado por el virus tiene una probabilidad de morir
por su causa menor del 1%, y la mala es que tiene una probabilidad de más del
99% de morir por otra causa.
El principal problema que se presenta es la escasez de respiradores ante la concurrencia
de pacientes entre los que, aproximadamente a cuarta parte, lo requieren.
Los humanos obtenemos la energía necesaria para la vida (amén de la mayoría
de actividades desde la revolución industrial) de la oxidación de compuestos
carbonados u orgánicos.
Todos necesitamos provisión del oxígeno necesario, y por ello quiero pedir
un aplauso, además de para nuestros sanitarios que se están dejando la
piel por salvar vidas, para nuestros árboles que, en situación crítica
debido a los crecientes estiajes que los secan, a los crecientes vendavales que
los desgarran o arrancan, mueren exhalando hasta su último aliento el oxígeno
que precisamos para el nuestro.
El cese de actividad producido por la crisis del coronavirus que ha dado lugar,
al menos localmente, junto a la mejora de la calidad del aire, a un inédito
descenso de la concentración de CO2, deja un resquicio a la esperanza de revertir
el calentamiento.
Cuando esto acabe, hay que salir a la calle dispuestos a reactivar la economía
y, lo mismo que esos altruistas que vaciaron las estanterías de carnes y papel
higiénico, ahorrando al prójimo el peligro de quién sabe qué
otro virus animal dispuesto a saltar a la palestra, forzando a los remisos a una
dieta más saludable y sostenible y a un mayor uso del más higiénico
bidé, esquilmemos los stock de coches eléctricos, de paneles solares…
porque el mundo se ha de dirigir hacia donde nosotros queramos y para ir al abismo
sobra tanto sacrificio.
Estos días sin poder disfrutar la primavera, los recordaré por haber disfrutado
de la compañía de mis hijos. Me gustaría que ellos pudieran seguir
gozando de embriagadoras primaveras y lujuriantes otoños y tal vez, antes de
devolver mi barro a la tierra, poder mostrarle la blanca maravilla a un entusiasmado
nieto.
Seguiré luchando por ello.
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