Mantener la ficción de que el curso escolar comenzará como si tal cosa,
apenas con la innovación circunstancial de unos geles hidroalcohólicos,
unas distancias imposibles entre los alumnos y una mascarillas, no sólo no
contribuye a tranquilizar a padres, profesores y alumnos, sino tampoco, y principalmente,
a que el curso 2020-21 comience.
De ficciones no se vive, o, cuando menos, no exclusivamente de ellas, pero ésta
de enviar a millones de niños, adolescentes y jóvenes a espacios cerrados
en pleno recrudecimiento de la pandemia rebasa los límites de la fantasía
más fértil y de la imaginación más calenturienta.
Nadie, ni el ministerio de Celaá, ni las consejerías de educación
de las comunidades autónomas, ni los ayuntamientos, ha hecho nada para garantizar
la seguridad del alumnado, ni de los maestros, ni de las familias, en ese mítico
retorno a las aulas, pero ello no se debe sólo a la eventual incompetencia
de las diferentes autoridades concernidas, sino sobre todo, y aun siendo mucha y
notoria esa incompetencia, a que no se puede en las actuales circunstancias, y menos
en las de mediado septiembre, garantizar nada.
Cuando no se puede, no se puede. No basta, para conjurar esa impotencia, apelar
a los innegables beneficios de la educación presencial, ni al trastorno que
su temporal sustitución por la on-line en casa representará para los padres,
ni al gran perjuicio para la economía que se derivaría de ello, ni al
riesgo de generar un crecido número de estudiantes rezagados a causa de las
limitaciones de la enseñanza virtual.
No basta. O, mejor dicho, da igual a lo que se apele, pues cuando no se puede, no
se puede, y mientras a la epidemia rampante no se le encuentre un adversario farmacológico
eficaz, no se podrá, a menos que la cerrazón de las autoridades educativas
pretenda multiplicar los contagios, la enfermedad y la muerte, ésta última
ávida de abuelos.
Cuando una población sufre un bombardeo, se busca sobrevivir a él en los
sótanos, las cavas y los refugios, y no se para uno a pensar, mientras las
bombas revientan las calles y los edificios, lo bien que se está en casa. Pues
bien; esto del coronavirus es la guerra, una guerra de momento sin cuartel que camino
va ya de cobrarse un millón de muertos y un número incalculable de heridos.
Naturalmente que lo suyo es que los escolares volvieran, como cada septiembre, a
sus centros, a sus amigos, a sus rutinas, pero ahora, este año, no se puede.
Sí se podría, en cambio, haber ideado e implantado fórmulas sustitutorias
eficaces hasta que amaine, y deprime ver que lo que podría hacerse no se ha
hecho, en tanto se pretende obcecadamente, inútilmente, poder hacer lo que
no se puede.
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