JAVIER GARCÍA ANTÓN 13/01/2021
El conde de Coruña, del entremés Los Alcaldes de Daganzo de Cervantes,
hubiera dado su plácet a muchos de los munícipes que por nuestra geografía
pululan. No están sometidos a cuitas judiciales como el de Zalamea de Calderón,
empeñado en su misión casi única de salvar el honor mancillado.
Son tan honorables como polifacéticos. En sí mismos, una orquesta
una y plural, omnipresente, cual si se hubieran encontrado clones. Estos días,
con Filomena tensando la cuerda, he hablado con algunos. Con Toño de
Fonz, Sonia de Sesa, Isaac de Monzón, José Ángel de Almunia, Paco
de Tamarite de Litera...
Las malas lenguas urbanitas creen que el alcalde es un ser encaramado a un sillón
con su vara y envarado, e incluso algunos sostienen que atesoran prolijos caudales.
Forma parte de una educación ciudadana confusa y difusa por una atmósfera
más dada al rebaño (como la inmunidad) que a la reflexión.
Un alcalde de pueblo es un hombre (o mujer) orquesta. Cuando sale de casa,
es un psicólogo que escucha las inquietudes del vecino, un sociólogo
que ausculta la complexión real del pueblo y un observador de las carencias.
Llegado el ayuntamiento, se convierte en economista-jefe, urbanista, ingeniero,
servidor social, hombre de la cultura, deportista, embajador y, otra vez, coloca
el diván para los pocos residentes que piden cita (habiendo calle, para qué
solicitarla). Fruto del conocimiento humildemente adquirido, acude presto a ayudar
allí donde su autoexigencia le deriva.
Y, cuando Filomena ataca, achica aguas en las inundaciones, arregla tuberías
y tira de pala y escoba para dejar todo expedito. Así que, querido vecino,
discrepe pero dé un abrazo virtual a su alcalde. La figura, en sí,
es entrañable. Insustituible.
|