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CORONAVIRUS

"Aislamiento con amor": las draconianas medidas chinas contra el coronavirus

Desde sentarse a metros de distancia en un restaurante a plastificar el interior de un taxi para evitar contagios

PEKÍN.- Amigos sentados en un restaurante a metros de distancia, espacios en los taxis separados por grandes plásticos, vecinos que regresan y se encierran en cuarentena en su apartamento: las estrictas medidas contra el virus en China, lejos de atenuarse, siguen dominando la vida en las ciudades del país.

Y algunas incluso, estos días en los que bajan los nuevos casos, se han acentuado, paradójicamente, como la que obligó hace una semana a los contados bares y restaurantes abiertos en Pekín a sentar un máximo de tres personas por mesa y solo poder habilitar una de cada dos.

El control de temperatura obligatorio para cada cliente (pues la fiebre es uno de los primeros síntomas), que al comienzo de la epidemia se tomaba dentro del local, debe hacerse ahora en el exterior y cada uno tiene que apuntar en una lista su nombre y su número de teléfono.

La inmensa mayoría de locales comerciales y de hostelería en la capital permanecen cerrados, pero los pocos que han abierto lo hacen con dificultades, y todos afrontan una situación insostenible si se prolonga demasiado en el tiempo.

"ES UNA RUINA ABSOLUTA"

Alejandro Sánchez es un madrileño que empezó a viajar a China hace 21 años y en 2005 decidió quedarse. Cuatro años después abrió Niajo, uno de los restaurantes de cocina española más conocidos de Pekín.

"Es una ruina absoluta. En los últimos años en estas fechas el restaurante estaba completamente lleno y este año ha sido la catástrofe del siglo", dice, mientras se desprende de la mascarilla para hablar con Efe, aunque tanto él como el resto del personal siempre la llevan para atender a los clientes, al igual que los guantes de látex.

El dueño de Niajo -en el barrio de Sanlitun, la zona nocturna por excelencia de la capital- explica que afrontar el pago de los altísimos alquileres (en China no se puede comprar un local comercial) es lo que tiene "más angustiados" a los hosteleros.

Los empleados del restaurante deben escanear además un código QR para indicar a diario su estado de salud en una aplicación móvil y para que las autoridades municipales les puedan tener localizados en cualquier momento.

Si no se cumplen las normas, "te pueden imponer una sanción importante o cerrarte el local e incluso sancionar a los propios clientes", señala Sánchez.

En el Schiller's, un café restaurante alemán cercano, deben desinfectar el local varias veces al día y solo pueden usar el 50 por ciento del espacio habitual, ya de por si casi vacío por la ausencia de clientes.

Los camareros y cocineros tienen que tomarse la temperatura cuando llegan y cuando se van. Si alguno sobrepasa los 37 grados no podrá trabajar y deberán avisar a las autoridades sanitarias. Lo mismo con los clientes.

"La gente acepta las restricciones y acaba acostumbrándose, entienden que las medidas tienen sentido para combatir la epidemia", afirma a Efe un empleado del restaurante que prefiere no identificarse.

La medida reciente que limita a tres las personas por mesa y establece que una de cada dos debe dejarse libre provoca situaciones cuando menos curiosas cuando un grupo más numeroso llega para comer o cenar.

Si son cuatro, por ejemplo, uno o dos deben sentarse solos en otra mesa al menos a dos metros de distancia y hablar casi a gritos con sus amigos.

"DEBEMOS MANTENER LA SEPARACIÓN"

Entre los escasos clientes del cercano café Croissant Village está Zi Huyuan, una joven de 28 años embarazada de su primer hijo, que ha salido de casa por primera vez desde el comienzo de la epidemia para poder hablar con una amiga a la que no veía desde entonces.

En los complejos de viviendas no se permite desde hace un par de semanas la entrada de ninguna persona ajena al recinto por lo que el único espacio para encontrarse con alguien con el que no se conviva es la desolada calle invernal o algún café abierto.

"Debemos mantener la separación, no importa dónde, y respetar a la gente que lo hace porque tratan de protegerse a ellos y protegerte a ti", recalca Zi, que no se saca la mascarilla ni siquiera dentro del café porque "hay que ser precavida".

Esta chica, que trabaja como consultora en una empresa multinacional cree que, cuando haga calor, "el sol va a matar al virus" y que, si todo el mundo mantiene las precauciones, se doblegará a la epidemia.

"El virus puede ser controlado por la propia naturaleza, pero si mucha gente lo tiene va a ser más difícil. Dejémosle volver a la mano de la naturaleza, separémonos", insiste.

"AISLAMIENTO CON AMOR"

"Este automóvil ha sido desinfectado. Por favor, siéntese sin preocupación. Aislamiento con amor. Me alegro de servirle con la temperatura corporal normal, ¡vamos, Pekín!".

Un cartel con esas palabras salpicadas de coloridos corazones y muñequitos con mascarillas recibe a quien coge estos días un "Didi" (el Uber chino) en la capital del país.

El letrero está adherido a un gran telón de plástico transparente que separa por completo los asientos delanteros y traseros del vehículo. Se trata también de una medida que se generalizó dos semanas atrás, cuando la epidemia comenzó a remitir.

El conductor lleva siempre mascarilla, al igual que los clientes, pero aún así parece hacerse necesario ese plástico quirúrgico, que confiere una especial sensación claustrofóbica al habitáculo.

También es reciente la división -a través de una cruceta de cinta aislante en el suelo- del ya reducido espacio de los ascensores en cuatro minúsculos cuadrados, donde se supone que cada pasajero debe colocarse.

Todo con el fin de ampliar las distancias, de mantener la separación -que diría Zi- la palabra clave de la lucha contra el virus.

Los botones de los pisos en los ascensores están cubiertos también de plástico transparente y en muchas viviendas hay cajas de pañuelos desechables colgadas junto a las puertas para no tener que abrirlas con la mano desnuda.

Muchos de quienes todavía están regresando a Pekín tras las vacaciones del Año Nuevo lunar más largas de su vida se ven obligados a guardar cuarentena si proceden de alguna zona del país medianamente sensible.

En las puertas cerradas de sus viviendas, un gran cartel advierte de que están realizando cuarentena desde tal fecha hasta tal otra, indica el lugar del que han llegado y proporciona un número de teléfono por si alguien tiene alguna pregunta o quisiera quizás interesarse por el recluido.