Cultura

FESTIVAL MULTIDISCIPLINAR

Naranjos en la luna flamenca

Diego Amador colgó el cartel de “no hay entradas” en un espectacular concierto

Diego Amador.
Diego Amador.
Laura Ayerbe

El pasado domingo, en el marco del festival Periferias, el Centro Cultural Manuel Benito Moliner se quedó pequeño para acoger la apoteósica actuación de Diego Amador, que logró llenar la sala agotando todo el papel disponible.

Este pianista y multiinstrumentista flamenco, que creció en el inhóspito entorno del conflictivo barrio sevillano de las 3.000 Viviendas, pertenece a una estirpe flamenca de rompe y rasga. Es el hermano pequeño de Rafael y Raimundo Amador, que crearon el mítico proyecto de flamenco-punk Veneno (junto a Kiko Veneno) y posteriormente alumbrarían a los siempre recordados Pata Negra.

Estaba claro que, con unos hermanos así, Diego Amador no iba a convertirse en un guardián de la ortodoxia flamenca. Es, por el contrario, un revolucionario siempre dispuesto a innovar y experimentar partiendo, eso sí, de sus raíces.

Tan virtuoso como poliédrico, es capaz de asimilar casi cualquier género musical para incorporarlo a su peculiar mosaico sonoro a través de un discurso muy técnico y riguroso, pero sin dejar su lado juguetón.

Su actuación fue presentada por un exultante Luis Escudero, que recordó que el pueblo gitano entró en la península a través de Huesca en 1425 y que, por tanto, dentro de dos años se conmemorará el 600 aniversario de este episodio trascendental.

También recordó que ésta era ya la cuarta vez que Diego Amador actuaba en la capital oscense (tres en el antiguo Matadero y una en el Teatro Olimpia), por lo que, con cierto humor, dijo que este sevillano iba a pedir su empadronamiento en Huesca.

Quizá por eso Diego Amador (que ha colaborado con figuras de la talla de Paco de Lucía, Camarón de la Isla, Rosalía, Diego el Cigala, Remedios Amaya, Chick Corea o Pat Metheny) dijo sentirse en Huesca como en casa.

Desde luego, se le notó siempre muy a gusto sobre el escenario del Centro Manuel Benito Moliner, donde llegaba en el marco de su gira Naranjos en la luna, cuyo mismo título denota esa posición de Diego Amador, situada entre lo terrenal (los naranjos) y lo cósmico (la luna), entre lo ancestral y lo tecnológico.

La gira, que debía haber pasado el día de antes por la sala Luis Galve del Auditorio de Zaragoza (donde se suspendió por problemas técnicos), es una especie de “Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”, en la que este gran virtuoso se dedica a tocar todos los instrumentos (piano, bajo, batería, guitarra, sintetizadores) en una suerte de versión moderna del clásico hombre orquesta o one man band.

Aunque, haciendo honor al tema Gypsy de este año en Periferias, habría que hablar más bien de one gypsyman band. Una aventura insólita en el universo flamenco.

Desde luego, en ese triunvirato actual de pianistas flamencos, que comparte con Dorantes y Chano Domínguez, Diego Amador es, sin duda, el más rompedor y experimentador, tal como demostró ya hace años en su primera visita al Matadero.

Con el público totalmente volcado desde el primer acorde, inició su actuación con unos teclados sedosos y acariciantes que dieron paso a un melodioso toque del piano Kawai, al que sacó todo el provecho posible a lo largo del concierto.

Pronto unió el compás flamenco al crear un loop con la batería, comenzando así, con un cierto aire de góspel gitano, la interpretación de Miel y sal, tema que grabó junto a la cantante noruega Hanne Tveter con letra de su fiel Carlos Lencero (letrista también de Paco de Lucía).

A partir de allí, tras unas bulerías al piano con ecos de free jazz y guiños a Falla, siguió un homenaje a dos de sus reconocidos maestros, Paco de Lucía y Camarón de la Isla.

Del primero interpretó la bulería Alcázar de Sevilla (tema en el que colaboró en su día el propio Diego Amador), utilizando sus palmas en loops y combinándolas con piano y sintetizador.

De Camarón ofreció en primer lugar su versión de la seguiriya Campanas del alba, y después, por tangos, enlazó Mi sangre grita y el célebre Como el agua.

Volvió luego a Paco de Lucía para interpretar con una gracia y una musicalidad inconmensurables la colombiana Monasterio de sal, en esta ocasión sin efectos ni loops, solo al piano.

A partir de allí el concierto cambió de forma radical, mostrando su vertiente más exploratoria y cercana a la improvisación. En primer lugar, jugó con efectos y loops para construir una pieza de puro latin jazz (incluido un solo de batería), fruto quizá de su colaboración con el cubano Alain Pérez, quien por cierto estuvo actuando en las pasadas fiestas de San Lorenzo.

Siguió después por los vericuetos del soul en una auténtica orgía de loops, en medio de la cual agarró la guitarra para acercarse al blues gitano y hendrixiano de su hermano Raimundo, lo que despertó la euforia entre el público.

Más tarde, tomando como base un bucle de teclado que parecía imitar las olas del mar, ofreció una pieza muy atmosférica en la que realizó un elegante solo de bajo, sin recurrir al slap ni a otras técnicas más efectistas.

Hay quien ha definido a Diego Amador como el Ray Charles gitano, aunque Luis Escudero se refirió a él como “nuestro Prince”. Comparación que estaría justificada con la última pieza de su actuación, un tema de puro y carnoso funk, que comenzó con un loop de sintetizador (con el que pareció emular al Herbie Hancock de la etapa Head Hunters) y que continuó con bucles de piano, bajo e incluso pandereta. Una mezcla explosiva de duende y groove.

El entusiasmo del público provocó que ofreciera un bis en el que interpretó un tema más calmado, que empezó con un piano de corte impresionista y se desarrolló después entre ecos clásicos (como una suerte de Manuel de Falla del siglo XXI) y guiños al Caravan de Duke Ellington. Un magnífico broche. Desde luego, ha puesto el listón muy alto en esta edición de Periferias. Tan alto como plantar naranjos en la luna. l