GENTE DE AQUÍ
Cleofé Pérez de Pablo: “Me gustan las cosas originales, que vayan con mi carácter alegre”
Habita la Casa de los Platos en Huesca y la pasada Semana Santa, tras al menos 40 años, dejó de salir con la indumentaria de ‘Manola’ el Viernes Santo

Nació un Jueves Santo hace 87 años. Sabiendo que ha estado saliendo en la procesión de Viernes Santo media vida, su nacimiento casi parece una premonición.
El día en que nació Cleofé Pérez de Pablo también está en el origen de su nombre. La falta de acuerdo entre sus progenitores para decidir qué nombre le ponían se resolvió a golpe de santoral, algo habitual en la época. “Mi madre se llamaba Julia y a mi padre no le gustaba ese nombre”. Cuando este echó un ojo al calendario para ver de qué santo o santa era el día, se encontró con que era Santa María Cleofé. Y así la registró. Aunque su madre entonces se llevara las manos a la cabeza, ella está contenta y le gusta “mucho” su nombre. “Me gustan las cosas originales. Si lo lleva todo el mundo, ya no me gusta. Tiene que ser algo especial, (que vaya) con mi carácter, siempre alegre y risueña”, afirma recordando que su madre le decía que siempre que fuera a la calle sonriera. Algo que ejerce también dentro de casa, desde donde concede esta entrevista; una casa mítica en el centro de Huesca, con nombre propio, la Casa de los Platos.
Estudió Magisterio pero no ejerció porque sus padres no quisieron, solo insistieron en que estudiara “por si algún día lo necesitaba”. De aquella época, recuerda los tiempos en los que jugaba al baloncesto; “debía ser muy buena, salía en los periódicos, como ahora los futbolistas. Y los equipos contrarios decían ‘si viene Cleofé estamos perdidos”; también al balonmano, “era portera”, bailaba la jota y llegó a visitar Bruselas, junto a su grupo, para la Exposición Universal 1958, “ahí en el atomium”. También recuerda recorrer Bélgica y parte de Alemania, “haciendo autostop con otras dos amigas”, sin ningún miedo. Y su afición por la pintura, que con los años compartió con sus amigas a las que también enseñó a pintar.
Cleofé dejó este año de salir en la procesión del Santo Entierro del Viernes Santo, en la que por lo menos durante unos 40 años, aunque confiesa que casi no se acuerda de cuántos hace, ha acompañado al paso de la Verónica, vestida con la indumentaria de ‘Manola’. “Hay que dejar sitio a la juventud”, dijo al preguntarle por el porqué de dejar de procesionar junto a la virgen la pasada Semana Santa, cuando recibió la distinción de Cofrade de Honor por la Archicofradía de la Vera Cruz por la especial dedicación y el compromiso, demostrado durante tantos años seguidos. Una decisión que no le provoca pena alguna: “No hay que tener pena por nada. Son etapas de la vida, que hay que pasarlas pero con alegría y sin añoranza de nada”.
Por eso la jornada del Viernes Santo fue para Cleofé diferente, recorriendo igualmente las calles de la ciudad, pero en esta ocasión acompañando a sus nietas que salieron en el lugar que durante tantos años ocupó ella misma. “Se iba a vestir la pequeña. Las otras dos decían que no, pero la víspera decidieron vestirse. No me lo dijeron. Fue una sorpresa y una alegría tremenda”, rememora.
La mantilla y los zapatos de tacón, hasta de 12 centímetros, son accesorios característicos del estilo de vestir de Cleofé, pero si hay uno que la define por encima de cualquiera son los sombreros. “Siempre me ha gustado llevar algo en la cabeza”. El primero fue uno verde con una pluma, que vió en Zaragoza. En total, 48, entre los de ceremonia y los de diario.
Vive junto a uno de sus hijos -tiene dos hijas más- en la Casa de los Platos (calle Cabestany), una casa de origen familiar ubicada en un terreno que antiguamente era mayor que el que ahora ocupa. “Todo esto era huerto y llegaba más allá de la calle Tarbes”. Una casa que construyó su tío, hermano de su padre, un hombre “muy bohemio, al que le gustaba tocar la guitarra, hacer fotografías, que se puso de minutero (fotógrafos que entonces se ubicaban en las calles y revelaban las imágenes en pocos minutos) en la plaza Zaragoza”.
Aunque fue él quien decidió la construcción de esta casa, allá por 1948, el nombre por el que se la conoce actualmente es cosa de ella, una mujer amante de lo bonito y que quiso transformar una fachada que le resultaba “feísima”: “Un día puse un plato, al día siguiente puse dos o tres. Me pareció que quedaba chulísimo”. Decidió ir comprando hasta tener bastantes como para decorar no sólo la fachada exterior sino también la trasera y los muros que rodean el jardín.
Objetos de admiración y hasta de alguna pedrada, lanzadas por algún viandante cuando estaban las calles sin asfaltar, “pero como tenía tantos por aquí dentro, al día siguiente ya había puesto otro”, recuerda con sosiego. Cleofé pasa sus tardes en ese jardín, un refugio con rosales y plantas y arbustos, en el que todavía trabaja, “quitando hierbas, regando, poniendo flores, cambiando las macetas de un sitio a otro”, entre tinajas de cerámica, junto a un pozo de origen romano y una piscina con la forma de la parrilla de San Lorenzo.
Se siente agradecida por la vida que ha tenido, una vida buena. “No sé cómo Dios me ha dado tanta gracia”, afirma mirando al cielo, muestra de lo creyente que se confiesa.