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Ángeles Arbués Lorés: "El Universo me ha apoyado en todo los momentos de mi vida"
Nacida en Anzánigo, ha vivido en Las Islas Vírgenes, Puerto Rico, México y Bélgica antes de llegar al Perpetuo Socorro, donde le encanta vivir

No es la vecina que más años lleva viviendo en el Perpetuo Socorro, pero Ángeles Arbués Lorés siente ‘El barrio’ como su casa. Lleva casi dos décadas viviendo junto al parque del Encuentro, pero antes en su vida se cuentan 40 años en los que residió en Bélgica, Puerto Rico, Las Islas Vírgenes, Aruba y México, acompañando a su marido, que era técnico de telecomunicaciones.
Como muchas mujeres de la época (nació en 1941), Arbués entró “a servir” con 13 años, ya a los 11 años había dejado la escuela. El primer lugar donde trabajó fue en una casa de una señora que tenía tres niños pequeños, en Carcastillo (Navarra), donde “ganaba muy poquito, 150 o 200 pesetas” y le “hacían trabajar mucho”, recuerda. Por eso decidió buscarse otra casa -a lo que le ayudaron una de las hijas de esta señora que también trabajaban en otras casas-. Así acabó en Pamplona, donde estuvo dos años, tras los cuales se mudó a Barcelona, a trabajar en casa de un doctor.
Pero Arbués añoraba su pueblo y regresó a Anzánigo junto a su tía, con quien se crió unos años tras morir su madre. Su llegada despertó la curiosidad de “la mujer más rica del pueblo” que un día se acercó a su tía y le dijo: “Encarna, hemos oído que ha llegado tu sobrina, ¿no podría trabajar con nosotros?”. A Ángeles, que por entonces tenía 16 años, le pareció una buena opción, pues implicaba trabajar en el pueblo pero también en Zaragoza, que era donde la familia residía habitualmente, “y era viajar también, lo cual también me gustaba”.
Fue en esos años en los que conoció a su marido que trabaja para la Telefónica. Era belga y había venido a España a instalar el sistema automático de larga distancia en Madrid y en Zaragoza. “En esa casa (donde trabajaba) había una ventana. En frente veía a un chico que fumaba con perilla que siempre me decía que bajara”. Salieron durante nueve meses y se casaron en la Iglesia de San Miguel de Zaragoza antes de volver a Bélgica.
Con 20 años y corriendo los años 60, en su traslado a Brujas vivió la mirada extraña a la extranjera que era. Cuando su primer hijo tuvo unos meses emprendió camino a las Islas Vírgenes, hasta Santa Cruz, siguiendo a su marido por motivo laborales. “Ahí él estaba haciendo el mismo trabajo” que había hecho en España, “y éramos varias familias”. Aprendió el neerlandés y como “los belgas no sabía español, en Puerto Rico y México”, Arbués hacía de intérprete.
Pasaron diez años desde que llegó a las Islas Vírgenes -durante los que residiría también en Puerto Rico, donde tuvo a su segundo hijo; Aruba, y México, donde tuvo a la tercera hija- hasta que regresó a Bélgica con su familia, esta vez a Bazel, a 16 kilómetros de Amberes, siendo la única española del pueblo, en el que residiría por 30 años.
Ya en Bélgica, empezó a trabajar en composiciones con flores secas y eso junto a la poesía que escribe y que dedica a Dios -desde la fé bahaí- le han servido para salir adelante en épocas complicadas de su vida. También fue voluntaria en una residencia de personas mayores, lo que le ayudó a dejar atrás una época de malestares.
En sus años en Bélgica mantuvo correspondencia con la reina Fabiola, a través de su secretario. “Un día le escribí una carta. Le decía que no saliera tan triste, que porque no tuviera hijos no debía estar triste. Ella era muy inteligente. Tuve mucho tiempo correspondencia con ella”.
Cuando fallece su marido, decide volver a Huesca, un plan que habían pensado para los dos. Intentó volver a Anzánigo, pero “ahí no podía ser espiritual”. Antes de llegar al barrio del Perpetuo Socorro, residió un año en Ayerbe.
En el discurrir de su vida, Arbués siente que “el universo me ha apoyado en todos los momentos de mi vida”. Si vuelve la vista atrás se reconoce con coraje, “coraje de decir aquí no trabajo más porque se aprovechan de mí. He tenido ese coraje porque desde pequeña me he tenido que defender sola”.
En estos años que lleva viviendo en el Perpetuo Socorro ha participado en el Hogar de Mayores, integrándose por unos años en la junta; también ha sido voluntaria en la Cruz Roja, ha dado talleres de flores secas y ha participado y participa de la vida vecinal, y afirma contenta haber logrado construir una red de “mejores amigas, aquí en el barrio, como María José Lasaosa y su madre”. Cuando hace repaso, menciona a Manolita, a sus vecinas de arriba con las que van juntas, a caminar: “En este edificio todo el mundo se saluda. Aquí no hay jaleos. Me encanta vivir aquí. Me gusta la convivencia”.
Tras una vida en el extranjero, ahora ya no quiere viajar. “Ya me he estabilizado aquí y estoy muy bien. Estoy donde quería estar”. Habla con orgullo de sus nietos y biznietos, que viven en Bélgica y vienen a visitarla. Pasa sus días dedicada a la meditación, a pasear y sigue con sus composiciones de flores secas, porque “me entretiene, creo algo y es una cosa que ha salido de mí”.