Opinión
Por
  • MARIANO RAMÓN

Creer

Quizá sea la más emotiva de las procesiones de la Semana Santa o al menos así lo es para cuantos creyentes vivieron el encuentro de las imágenes de la Virgen de la Esperanza y de Jesús resucitado en la plaza de San Pedro el pasado domingo de Pascua. A poca sensibilidad que se tuviera emocionaba la escena del reencuentro entre el Hijo resucitado y la Madre hasta entonces acongojada. Una banda de cornetas interpretando la marcha de Aida solemnizaba el evento. Y, por su parte, el bamboleo de las peanas en el momento del Encuentro despertaba la alegría, sobre todo el bamboleo del "paso" llevado a hombros por mujeres, que por ser mujeres expresaban de esta manera el gozo que se siente al regreso del hijo que se creía perdido. Frente al materialismo que asfixia nuestra cotidianidad resultó grato vivir esos momentos donde el espíritu se elevó en paralelo con el vuelo de las palomas sueltas a modo de preludio del sacro encuentro procesional. Habrá quien frunza el ceño cuando lea este escrito y se reafirme en su negativa de la existencia de Dios. Allá él. Pero quien así alardea desconoce o no quiere conocer que hace veinte siglos nació en Belén un Niño de nombre Jesús que a lo largo de su vida predicó el amor entre los hombres y realizó milagros, que fue perseguido y murió crucificado, que al tercer día resucitó de entre los muertos y subió a los cielos. La historia mil veces ratificada así lo cuenta y así se nos recuerda cada año en los días de la Semana Santa. Creer o no creer es una cuestión de fe y de esperanza y un acto de sumisión a lo que está más allá de nuestro alcance terrenal. El ateísmo es, frecuentemente, una pose pretendidamente vanguardista cuando bien al contrario y al día de hoy, tiene todas las trazas de ser un esnobismo retrógrado.