Opinión
Por
  • MANUEL CAMPO VIDAL

Sin Rubalcaba y sin Rajoy, acaba una época

Sin Rubalcaba y sin Rajoy, acaba una época
Sin Rubalcaba y sin Rajoy, acaba una época

" Prefiero mil veces a Rubalcaba, con todo, que a los jóvenes de su partido que quieren jubilarlo", me dijo Rajoy en el AVE, en mayo de 2014. Iba por Carme Chacón, Susana Díaz o Patxi López. Aún no se divisaba a Pedro Sánchez que, cuatro años después, jubilaría al propio Rajoy con una moción de censura.

Rubalcaba debió de morir con la misma velocidad que ganaba el Campeonato de España de 100 metros lisos cuando era universitario. Y solo. Entre la marea de artículos y declaraciones sobre su prematura e inesperada desaparición destacó el escrito del ex presidente popular Mariano Rajoy. "Este partido necesita un Rubalcaba", admite que se diagnosticaba en privado en su casa, "porque era admirable y temible". No en vano, como dijo el ex presidente socialista Felipe González, al salir de la capilla ardiente, "Alfredo ha sido el político más inteligente de los últimos tiempos en España". Ahí queda. A todos los elogios de estos días podemos quitarle el IVA de la emoción y la prima que en España conlleva cualquier honra fúnebre, pero, aun así, queda un homenaje excepcional a un político que supo dejar los despachos del poder después de treinta años y recuperar humildemente sus clases de Química Orgánica en la Universidad. Un respeto.

Con la muerte de Rubalcaba y la retirada forzosa de Rajoy acaba una época. Liquidamos ahora al primer relevo de la brillante promoción de ingenieros de la Transición, redactores de la Constitución y artífices de la modernización y europeización de España. Superados Suárez, el rey Juan Carlos, Fraga, Carrillo, Felipe González y sus brillantes segundos, a saber, Leopoldo Calvo Sotelo, Gutiérrez Mellado, Abril Martorell, Solé Tura, Roca, Alfonso Guerra y otros como el Cardenal Tarancón, se acabó una época. Ahora, al desaparecer los jóvenes meritorios de aquellos grandes, tipo Alfredo Pérez Rubalcaba, eficaz director de Gabinete de Maravall, primer ministro de Educación de Felipe, y también Mariano Rajoy, que empezó de concejal de Pontevedra y enseguida fue elegido Presidente de la Diputación, se acaba la segunda oleada. Entre unos y otros, a los que separaban veinte años, navegaron Aznar y Zapatero, dejando huella pero sin marcar época, ni a generaciones. Si acaso, a Pablo Casado.

Rubalcaba y Rajoy tuvieron vidas similares. Los dos empezaron muy jóvenes como excelentes comodines de los Gobiernos del bipartidismo. Ministros de Educación ambos, de Presidencia, de Interior, y portavoces del Gobierno. Los mismos destinos. La única diferencia es que Rajoy, al final, llegó a la Presidencia y Rubalcaba se la disputó en la campaña de noviembre de 2011 con España ahogada por la crisis económica y con Zapatero dimitido. Tuve el honor de moderar el único debate televisado que los enfrentó en aquellas elecciones. "¿Quién lo ganó ", se interesó Rajoy en aquella conversación del AVE. "Creo que ganasteis los dos", respondí, arrancándole una sonrisa y un reproche amable. "Han pasado casi tres años y ya no hace falta que seas neutral, hombre. Los dos no pudimos ganar". Le argumenté mi opinión: "Todo el mundo pensaba que Rubalcaba, gran comunicador, el rey de los titulares, arrasaría y no fue así, por lo que ganaste mucho liderazgo entre los tuyos al resistir tan bien. Y él, que salía con una campaña muerta, no ganó el debate como se esperaba, pero reanimó a su gente y a partir de ahí llenó sus mítines. Por eso reclamaba tanto un segundo debate". Rajoy estuvo de acuerdo.

El viernes observé durante casi media hora el rostro compungido de Sánchez frente al féretro de Rubalcaba. Él también cree, como Rajoy, que fue un hombre de Estado. El reto es si su legado, y el de Rajoy, permitirá que aparezcan hombres y mujeres de Estado y no solo gente ansiosa de poder. España los reclama.

Entretanto, el espectáculo ha sido indescriptible. "En España se entierra muy bien", ironizaba Rubalcaba. Pero nunca debió pensar que a él lo despediríamos con esa desmesura de flores, elogios y lágrimas. Lo merecía, pero no lo hubiera admitido.