Opinión
Por
  • ROBERTO GRAO

La libertad de conciencia y el Estado

La libertad de conciencia de las personas es necesaria, inviolable e intocable para que exista una verdadera democracia. Cualquier Gobierno que ha alcanzado el Poder democráticamente a través de las urnas, no puede ni debe tocar, alterar o anular, la libertad de conciencia de los individuos, desde su control del Estado, porque se convierte automáticamente en Dictadura.

Lo ha afirmado recientemente el Arzobispo de París Michel Aupetit con gran clarividencia: "Un Estado que toca (o anula) la libertad de conciencia, se llama Dictadura".

Efectivamente, la gran tentación corruptora de la democracia que asalta a todo político ambicioso de poder es la de configurar la sociedad a su imagen y semejanza, sin respetar las conciencias y los modos de pensar de los ciudadanos, para imponerles sus ideas pensando en el mejor de los casos, que con ellas van a vivir mejor o más satisfechos.

Craso e importante error o, en el peor de los casos, mala fe o mala intención de imponer su ideología, sin tener en cuenta si con ella va a beneficiar verdaderamente a los ciudadanos, porque tal circunstancia no le interesa ni le preocupa tenerla en consideración.

Lo mismo se puede afirmar cuando el Gobierno de turno, a través de su mayoría parlamentaria, su preponderancia legislativa y consiguiente dominio del Estado procura eliminar la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos, según sus convicciones morales y religiosas: "Un Estado que toca, anula, o usurpa la responsabilidad de los padres en la educación de los hijos, se convierte en una Dictadura".

Todo ciudadano consciente de sus responsabilidades, tanto profesionales, como familiares, políticas y sociales, no puede ni debe permitir en ningún caso la injerencia legislativa del Estado en esos campos de la responsabilidad personal de los individuos, alzándose contra esas arbitrariedades u otras cualesquiera que anulen su dignidad personal, con su más potente protesta razonada y enérgica que esté a su alcance.

Ahora bien, el odio de algunos políticos y gobernantes puede alterar esta ecuación, pensando que existen otras muchas personas que participan del mismo odio que ellos sienten y que les complacerán sus decisiones.

Hay que tener en cuenta que el odio hace que la persona disfrute del hecho de desear y causar el mal ajeno por cualquier motivo subjetivo, aunque algunas veces se intente justificar porque nos han hecho el mal primero.

Pero el odio o rencor que podemos sentir hacia alguien porque nos ha hecho o tratado mal, nunca lo justifica, ya que jamás debemos "devolver mal por mal" puesto que el odio es un sentimiento profundamente negativo que impide la convivencia pacífica entre las personas.