Opinión
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El prodigio del Festival del Vino

No es preciso extremar la consideración hasta el mismo punto de Lutero, que consideraba necio a aquel al que no le gustaran las mujeres, el canto y el vino. Ni siquiera apelar a los incuestionables beneficios que el consumo moderado puede aportar para determinadas capacidades, naturalmente reincidiendo en que el abuso es tan profundamente inconveniente como insalubre. No pocos literatos atribuyen al deleite de los caldos algunas de las musas sobrevenidas más fructíferas y bellas en la manifestación en las líneas. Pero lo que resulta difícilmente controvertible es que constituye un nexo de amistad en nuestra cultura, que asocia el placer de su degustación con la socialización.

Esta es una de las dos causas que explican el éxito del Festival del Vino del Somontano, que emergió hace más de dos décadas con el magnetismo de grandes figuras de la música como fundamento promocional de la Denominación de Origen y derivó, como consecuencia de la necesidad de optimizar los recursos y de la observación del éxito de la delectación en las tapas, hacia el actual modelo que no es sino una magna exhibición gastronómica que concita la presencia de ciudadanos del Somontano, de la provincia, de Aragón y del exterior, entendido éste en su dimensión internacional más que nacional. El más difícil todavía se ha despojado del feliz sentido circense para instalarse en la realidad de un certamen que sigue batiendo récords por más que resulta inconcebible crecer allí donde apenas cabe una aguja en un pajar que, a falta de más espacio, multiplica la afluencia por la voluntad imparable de quienes aprecian una oportunidad única de apretar los lazos de la amistad y de las relaciones humanas a través del efecto seductor de libar un buen vino maridado con un grato bocado.

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