Opinión
Por
  • FERNANDO JÁUREGUI

Ya solo nos queda Marchena. O Valle-Inclán

Y a solo nos queda Marchena. Su voz se escuchará, dicen, dentro de algunos días, porque es la voz suprema, la última. Una voz reconocida, prestigiada pese a todos cuantos quisieran desprestigiarla y, con ella, a cuanto el más alto organismo de nuestra justicia representa. Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo. El hombre que juzgó el "procés" y ahora tiene la última palabra sobre qué hacer con Junqueras, que es quien, desde la cárcel de Lledoners (por poco tiempo, sospecho), sigue mandando en España. Un juez íntegro, que no quiso saber nada de enjuagues políticos en los que quisieron meterle, a la hora de un vergonzoso reparto del gobierno de los jueces hecho con nocturnidad y alevosía desde el bipartidismo. Fue un héroe y algunos quisieron convertirle en villano porque no les gustó la sentencia que impuso a los golpistas la Sala que él preside. Le han querido vincular al PP, alguna vez le han querido también obediente a los dictados del Gobierno socialista, y ninguna de las dos acusaciones les han salido bien a quienes propalaron tales especies. Le atacaron desde el Constitucional por haber consultado al Tribunal de Justicia de la Unión Europea si el encarcelado Junqueras podría o no recoger su acta de europarlamentario; como el dictamen del TJUE no gustó en ámbitos oficiales, a Marchena le cayeron nuevos y, eso sí, soterrados alfilerazos. Pero, en mi opinión, cumplió con su deber evacuando tal consulta, que posiblemente libre a la Justicia de España de nuevos desprestigios en los foros europeos. Y es que a la Justicia española, que es poder independiente y que debe seguir siéndolo, solamente la salvan algunos, bastantes, magistrados de la talla de Manuel Marchena, ya que nuestro país carece de una legislación lo suficientemente actualizada y ágil para defender al Estado. Y eso es culpa de los políticos, que no han actuado diligentemente, y no de los jueces. La última pirueta la ensayó la oposición, al encargar a la Junta Electoral Central que diga si Torra debe o no ser inhabilitado de inmediato, pensando que la composición de la JEC no favorecerá los intereses del Gobierno de Pedro Sánchez ni, menos aún, los de los independentistas. Y la "sentencia" de la JEC, saltándose a los más altos tribunales, en especial al Supremo, ocurrirá este mismo viernes, presumiblemente pese a las presiones que desde el Gobierno llegan a la Junta para aplazar su decisión o, en último extremo, para evitar esta inhabilitación, que convertiría al aún president de la Generalotat en una víctima y a las instituciones españolas, de cara al independentismo catalán, y posiblemente también la prensa europea, en un verdugo. Grave error ha sido, a mi juicio, meter a la JEC, que poco tiene que ver con el fondo del asunto de que se trata, en este berenjenal, que bastante daño está haciendo ya a las instituciones, en general, y al Tercer Poder de Montesquieu en particular. Más valdría haber aguardado a que el Supremo clarifique su posición tras la tormenta desatada por el TJUE. Pero, claro, si el Gobierno tiene mucha prisa por lograr la investidura de Sánchez, para que no se le desmorone el tinglado, la oposición tiene la misma urgencia para que no la logre; y, como uno y otra han sido incapaces de llegar a un acuerdo para evitar lo que parece que será el desastre de un Ejecutivo de coalición "de las izquierdas", pues se buscan fórmulas "creativas", que son atajos sobre lo que debería ser una vía escrupulosamente democrática. Una vía que ahora todos, menos el Supremo, tratan de sortear de los modos más chapuceros. Y, para mí, esa vía escrupulosa se llama Manuel Marchena, o sea, el Supremo, que es quien compete el último y definitivo dictamen. Que hable Marchena, que me temo que debe estar estos días tascando el freno, sumido en la desmoralización que causa el espectáculo propiciado por los terremotos. Lo malo es que, para cuando hable Marchena, su voz sensata habrá llegado, temo, demasiado tarde, y será la voz que clama en el desierto de lo esperpéntico, así que ya solo nos quedará Valle Inclán. Y entonces qué..