Opinión
Por
  • ENRIQUE SERBETO

Con cuarenta años de retraso

En el año 1979 se produjo un acontecimiento fundamental en la historia del PSOE. Me acuerdo perfectamente porque entonces era un aprendiz de periodista meritorio en el Diario de Barcelona y estaba de guardia, solo en la redacción, cuando un tal Pedro J. Ramírez, que entonces era nuestro corresponsal en Madrid, llamó por teléfono para que hiciera un cambio en la portada dando la noticia de la dimisión de Felipe González como secretario general, al ver derrotada su propuesta de que el partido renunciase al marxismo. Aquel fue un momento decisivo para la democracia española, porque lo que estaba en juego era si el PSOE podía ser un partido homologable con la socialdemocracia europea o si quería seguir manteniendo los postulados maximalistas de un pasado inexistente. La propuesta de González fue derrotada por una mayoría de delegados, que aún eran partidarios de fórmulas radicales de la época de la II República, pero la sensación de orfandad que suscitó el gesto de González y la intervención de los aliados de otros partidos socialdemócratas europeos acabaron forzando la situación y meses después, en un congreso extraordinario, el PSOE renunció al marxismo -que en otros países aún era utilizado como pretexto para sostener terribles dictaduras totalitarias. Gracias a ello, la transición se encaminó por la senda de la moderación, el PSOE ganó las elecciones y González gobernó durante catorce años. Podría decirse que lo que está pasando en el Congreso de los Diputados es la revancha de aquel proceso y lo que ha hecho Pedro Sánchez es recoger la bandera de aquel viejo PSOE obsesionado con el pasado, sectarizado ideológicamente y convertido en una maquinaria al servicio de la voluble voluntad del líder. La alianza (o coalición) con Podemos era probablemente el sueño de los que entonces se empeñaban en mantener el marxismo en los estatutos.

Visto con esta perspectiva, lo que ha quedado en la dirección socialista y lo que hay en los partidos a los que Sánchez está suplicando su apoyo es el club de los que nunca creyeron de verdad en el consenso constitucional. Son los que en el mejor de los casos se decían "juancarlistas" por no asumir que en la transición habíamos elegido la monarquía, en una transición tan modélica que se estudia en las universidades. Son los que siendo españoles no se han sentido nunca cómodos hablando de España y prefieren usar siempre la tontería de "el Estado". Los que siempre han considerado a los que no son de izquierda como simples herederos del franquismo y a la Constitución poco menos que una versión edulcorada del testamento del dictador. Entonces había una gran línea divisoria entre los que querían hacer una reforma y los maximalistas que se empeñaban en propugnar una ruptura. Por suerte para todos -la prueba es que hasta ahora no nos ha ido tan mal- se impuso la tesis de los primeros. Los que entonces querían haber hecho la revolución en vez de la transición probablemente se sentirían -o se sienten- muy cómodos con Sánchez y esa colección heterogénea de siglas con la que aspira a formar una mayoría.

No voy a aburrir a los cuatro lectores y medio que me honran con su interés diciendo las cosas que no me gustan de este sindicato de cantamañanas con el que se ha rodeado el presidente del Gobierno porque, además, no me cabe ninguna duda de que Sánchez también está intentando engañarles a todos. Puedo contar que de aquel episodio de la dimisión de González me llevé una felicitación del director por haber tenido el coraje de atreverme a cambiar la primera página del periódico y una regañina del jefe de talleres (el ínclito "Ramonet" que veraneaba en Benasque) a quien solo preocupaba que las rotativas pudieran funcionar a tiempo para no perder los correos de la distribución. Entonces estaba lejos de imaginar que cuarenta años después volvería a ver esta discusión y al PSOE regresando al pasado de sus viejos demonios. Ya eran viejos entonces, como entendió muy bien Felipe González, y deberíamos ruborizarnos de haber dejado que nos los volvieran a vender como la nueva política.

Y si quieren que les diga la verdad, lo verdaderamente lamentable no es que Sánchez y sus amigos se dediquen a jugar a la aritmética parlamentaria como si fuera una partida de dominó -que lo es- sino que de tanto mirar el retrovisor ya no hay nadie pensando en el futuro. Otro día intentaré explicar el significado del término progresista del que tanto presumen y que no tiene nada que ver con el progreso. Todas las disquisiciones de las que presumen los socios de Sánchez -los independentistas catalanes incluidos- son sobre un mundo que ya no existe o que está dejando de existir. Lo que viene es una nueva economía globalizada y basada en la imparable transición energética, sumada a una crisis demográfica profunda que no se puede resolver ni en una legislatura ni en dos. Estamos en las puertas de un cambio brutal e inevitable. Pero a otros les sigue interesando una obsesión ideológica que creíamos que ya habían superado hace cuarenta años. ¡Qué le vamos a hacer!