Opinión
Por
  • RAÚL USIETO "PECKER"

Huir del invierno

Cada vez que la palabra mayami suena en nuestro imaginario colectivo aparecen en nuestra mente cuerpos espléndidos en bañador, estilizadas palmeras tropicales, rascacielos de cristal, cócteles imposibles, deportivos impagables y, en el mejor de los casos, Sonny Crockett luciendo su americana blanca en "Corrupción en Miami". Y precisamente por culpa de esta colección de referencias excesivas y en su mayoría horteras, tendía a pronunciar su nombre con la boca pequeña cuando anunciaba a mis amigos que pronto volvería a la capital no oficial de América Latina.

Hoy en día los viajeros aventureros eligen destinos aparentemente mucho más exóticos en Asia, África o América del Sur. Los Estados Unidos, y algunas de sus principales ciudades, son vistos a menudo como una soberana vulgaridad. Pero a mí me atraen como si de un imán gigantesco se tratase y yo fuera un ser biónico. Entiendo que el motivo fundamental es que este rincón del mundo hizo de su cultura un imperio y nos conquistó desde mediados del siglo pasado con su estilo de vida pop. Creemos en Elvis, en Billy Wilder y en J.F.K. Amamos la hamburguesa, la Coca-Cola y el dónut. Nos hemos emocionado con sus canciones. Hemos llorado con sus películas mientras grabábamos en nuestra retina infinidad de lugares icónicos que moríamos por visitar. Pero es que Miami cuenta además con un clima maravilloso y esa pátina cubana absolutamente irresistible.

María y yo tenemos la inmensa suerte de contar con amigos allí. Amigos con casa. Con casa en la orilla del mar. Y cuando la niebla amenaza con atraparnos en el invierno oscense, nos fugamos al paraíso para mantener por unos días la ilusión de vivir un verano interminable. La primera mañana solemos dedicarla a pasear en bici. Recorremos de norte a sur los casi 16 kilómetros de playa que tiene la isla de Miami Beach mirando el océano, las dunas, la vegetación marítima y la arquitectura art decó que, según te vas acercando a South Beach y su Ocean Drive, se vuelve de una belleza abrumadora. Allí las luces de neón se convierten en protagonistas al atardecer y, si te apetece sucumbir a la nocturnidad y los cócteles, este es el momento preciso de huir de ese epicentro de perversión sonora y turística, para infiltrarse, junto a los nativos, en los clubes más underground de la zona, como el Kill Your Idol o el Purdy Lounge. Normalmente con un día de pisar esas arenas es suficiente y en seguida buscamos cruzar la bahía para volver al continente y recorrer nuestros barrios favoritos de la ciudad. En Wynwood nos pierde perdernos por ese antiguo distrito industrial, reconvertido en distrito del arte, descubriendo los coloridos murales efímeros en sus muros, viendo a los artistas intervenir una pared todavía desierta o entrando en un elegante concesionario de coches clásicos en el que, además, puedes comprar una guitarra eléctrica vintage, un amplificador de los 60 o un ukelele hawaiano. En Little Haití vamos en busca de buenos discos de vinilo a Sweat Records y al salir paramos en el Chuchill"s Pub, uno de los garitos más cutres y auténticos de América, a tomar una cerveza y jugar un billar mientras nos sentimos observados por los desconfiados clientes habituales. No hay problema con el idioma en Miami, en cualquier sitio hablan español, pero si te dejas caer por la Pequeña Habana, el inglés se desintegra para dejar paso al ritmo caribeño de los exiliados que fuman cigarros puros y juegan al dominó en la calle. Yo nunca tomo café, pero la excepción la cumplo en el restaurante Versailles; en la barra que da directamente a la Calle 8 pido el auténtico café cubano con un pastelito de guayaba. Paso un rato con taquicardias pero siempre merece la pena. De vuelta hacia el centro, hay dos barrios más a los que no dejaré de ir cuando vuelva: Brickell y el downtown. Solo serpentear por la noche en la línea circular de su inquietante tren elevado sin conductor y mirar las luces de los rascacielos es alucinante. O subir a la azotea del hotel Langford a tomar un moscow mule. O bajar a la penumbra del sótano de Le Chat Noir a ver y respirar un concierto de jazz entre cientos de botellas de vino.

Miami, en realidad, es esa ciudad creativa y efervescente que mezcla con descaro la tradición y la vanguardia, y en la que puedes comer un buen pollo frito sureño con gofres y sirope de bourbon, una hamburguesa descomunal o un sandwich de langosta al más puro estilo americano, pero también unas mariquitas, moros y cristianos o ropa vieja como si estuvieras en la gran Habana. Y os digo una cosa, yo volvería solo por el postre, ese key lime pie, el delicado pastel con base de galleta y crema cítrica de la lima que se cultiva en los Cayos de Florida. No es imprescindible probarlo en Key West, pero conducir por la US1 durante más de dos horas, saltando de isla en isla y acercándonos peligrosamente a Cuba, viendo el Atlántico a ambos lados de la carretera mientras escuchamos a los californianos Beach Boys, tal vez sea una experiencia absolutamente arrebatadora.