Opinión
Por
  • ENRIQUE SERBETO

El espejismo de los niños en la calle

El espejismo de los niños en la calle
El espejismo de los niños en la calle

Hay algo de extraño, de postizo, de muy impostado, en esta historia de la autorización para que los niños salgan a la calle. Un niño, una hora, un kilómetro, un adulto, y no sé cuantas reglas más. Visto desde Bruselas, me da la impresión de que si a los belgas les propusieran algo parecido a ese híper escrupuloso catálogo de condiciones para poder sacar a los menores fuera de casa, pensarían que los toman por imbéciles. Aquí los niños no han tenido nunca prohibido ir a la calle, a los parques, ir en bici y pasear, siempre que no se mezclen con personas con las que no conviven y que sus padres les ayuden a respetar la distancia necesaria. Y en los jardines públicos se han precintado bancos y columpios, para que no sirvan de vehículos de trasmisión. Puro sentido común. Me inclino a pensar que los que han llevado a cabo una gestión tan mediocre de la pandemia en España ahora han descubierto en esto un mecanismo para rebajar la presión. Se trata de algo parecido a lo que se conoce como el síndrome de Estocolmo: si la persona que mantiene privada de libertad a otra se comporta como un sádico, la víctima se morirá de miedo y odiará a su carcelero. Pero si se ha sometido, el sádico le proporciona una pequeña recompensa, por la que se siente agradecida a su carcelero, refuerza su sometimiento y olvida quién es en realidad el autor del maltrato precedente. El Gobierno podía haber decretado de un día para otro la posibilidad de aliviar el confinamiento de los niños y no habría pasado nada. En las zonas rurales debería haber sido normal hace tiempo y, en las ciudades, en estas condiciones no importa si es sábado o miércoles, porque el tiempo ya carece de importancia para ordenar nuestras vidas. Sin embargo, después de la gigantesca metedura de pata con la propuesta de llevar a los niños al supermercado, ahora se necesitaban unos cuantos días en los que flotase la imagen de un Gobierno benévolo y providencial, que les va a regalar cien gramos de libertad vigilada, como si fueran los nuevos reyes magos.

El mecanismo se repite ahora con la posibilidad de salir a correr, que es algo que en Bruselas no ha estado jamás prohibido. El último mensaje del Gobierno, este sábado, es más o menos que "si sois buenos, os dejaremos hacer deporte el 2 de mayo" otra vez usando el mecanismo perverso que simula una planificación dispuesta por los mismos que han actuado hasta ahora a salto de mata y sin más preocupación que la de resistir la confusión que habían creado sus propias decisiones.

Mientras se hablaba de los niños o del deporte, desaparece el debate sobre la ausencia de planes para empezar a levantar la economía, que es la verdadera cuestión que tenemos delante. He repetido en estas mismas páginas que no vale la pena llorar por la leche derramada - ya llegará el momento de pasar cuentas- pero sí hay que exigir con rotundidad al Gobierno una actitud razonable para lo que vendrá, porque se necesita a toda costa trazar un plan claro para recuperar cuanto antes la actividad económica. El daño que está causando este virus va a ser colosal, tanto que vamos a tener que usar el dicho de "¡más se perdió por la pandemia!" como nuestros abuelos citaban el desastre de Cuba para relativizar un descalabro extraordinario. La presidenta del Banco Central Europeo hablaba de una pérdida de riqueza que en el peor de los casos puede llegar al 15%, una cifra de un país devastado, que necesita al menos una década de crecimiento sano para recuperarse. Es decir, diez años de retraso para volver donde estábamos. Dos décadas acumuladas de retroceso y herencia envenenada en forma de deuda para los "millenials" que van a pagar esto toda su vida activa.

El Gobierno no habla de los millones de test que se necesitarán para poder hacer un seguimiento de posibles rebrotes de la epidemia, ni escucha a los empresarios que por su cuenta han empezado ya a desarrollar medidas para prepararse a una vuelta a la actividad protegiendo a los empleados. De eso no se sabe nada de nada. En su lugar, la única estrategia que ha desarrollado el Gobierno ha sido la del miedo. Ese miedo que de tanto dar vueltas a la misma idea se transforma en angustia, siempre propicia para paralizarnos.

A pesar de esa ristra de prohibiciones exageradas e incomprensibles, los ciudadanos se comporta de forma ejemplar. Todo el mundo cumple con lo que se le exige, sonríe cuando puede y aplaude a las ocho de la noche con emoción. Los ciudadanos han sido tan solícitos con el Gobierno que, si uno no leyese lo que se dice en las redes sociales, pensaría que nos hemos convertido en japoneses. Entonces, ¿por qué es tan importante denunciar que están jugando con nosotros a costa de los paseos de los niños? Precisamente por eso, porque creo que es un ejemplo de experimento colectivo, con el que alguien está midiendo hasta dónde llegan las tragaderas de la sociedad. Y lo peor es que creo que están descubriendo que cuando estamos atemorizados son muy amplias. Reconozco que eso a mí me da más miedo que la covid-19.