Opinión
Por
  • ENRIQUE SERBETO

La legitimidad de la protesta

Hay ocasiones en las que un Gobierno debe aplicar medidas desagradables por el bien común y necesita una fuerza de convicción muy rotunda. Es lo que se llama liderazgo, la capacidad de un dirigente de conseguir la adhesión general de la sociedad ante decisiones que cree que debe adoptar, aun cuando no sean del agrado de todos. A falta de liderazgo, solo queda la imposición,  el uso de la coerción del Estado. Por eso mismo, en una democracia el derecho a la protesta debe prevalecer en todo momento porque es el último candado que nos separa de una dictadura. En estos momentos, en España tenemos un Gobierno que ha optado por acudir a mecanismos extraordinarios de control y que poco a poco ha ido perdiendo la confianza de gran parte de los ciudadanos. En lugar de desarrollar mecanismos de empatía y de consuelo social, en estos dos meses Pedro Sánchez ha ido dando bandazos de un extremo a otro y todo intento de discernimiento ha sido silenciado con la aplastante publicación en el BOE de una sucesión de imposiciones estrictas y a veces contradictorias. Ya dirán los epidemiólogos si toda esa suma de peripecias que han hecho pasar a los ciudadanos han sido o no la clave de la bendita reducción del número de contagios y de muertes, pero a mí –y creo que no soy el único- me ha quedado una sensación muy clara de que la actuación del Gobierno está teniendo muchas más sombras que luces. Para empezar porque no ha sido transparente ni honesto, tal vez porque el propio Sánchez tiene una idea instrumental y muy darwinista de la política en la que no importan los medios y prácticamente solo interesa un fin, que es su supervivencia, que lo justifica todo. Todo lo que se refiere al confinamiento y a su desactivación paulatina debería estar siendo guiado por criterios científicos y reglas claras, pero resulta que no hay un verdadero equipo científico detrás de las decisiones, que es la única razón por la que no se puede hacer pública su composición,  y  estas se someten al regateo político a cambio de un voto en el Congreso.  Este es un caso palmario del principio según el cual la mejor manera de disimular la utilización arbitraria de las reglas es que las reglas no se conozcan, que es exactamente lo que está sucediendo. Y eso es sinónimo de injusticia, de corrupción, y constituye una actitud impropia de un gobierno democrático. Desde este punto de vista, se aprecia claramente la legitimidad, e incluso la necesidad, de que la sociedad muestre su desacuerdo ante un desafuero. Ignoro qué decidirán en el Congreso sobre la extensión del estado de Alarma, pero en mi opinión esta situación de excepcionalidad no puede prolongarse más, porque el uso que hace el Gobierno de los mecanismos extraordinarios que le ofrece la Constitución está entrando en una zona muy sensible en la que están en juego derechos fundamentales con los que no se puede transigir en ningún caso.

Aparte de las dramáticas consecuencias económicas, de las que ya veremos cómo sobreviviremos, el peor efecto secundario que está provocando la actitud del Gobierno, que es el único que podía haberlo evitado, está siendo la radicalización de las divisiones sociales, lo que, por decir algo, nos ha convertido a todos en un espejo amplificado de lo que no hace tanto veíamos en la sociedad catalana, cuando a los demás nos parecía exótica esa fractura entre independentistas y "tabarneses" y que finalmente explica que, al menos en esto, somos íntimamente iguales todos los españoles, incluyendo aquellos que se empecinan en dejar de serlo. Mucha gente ha olvidado que la democracia no es un sistema que sirve para resolver las diferencias que inevitablemente se producen en el seno de la sociedad, sino que es la fórmula para convivir en paz a pesar de que existan esos problemas. De hecho, una de las bases del autoritarismo es precisamente la convicción de que hay una fórmula que puede eliminar esas diferencias de parecer, a partir de la cual, por supuesto, ya no hay lugar para la disidencia porque todo el mundo ha de pensar igual.

Pues bien, que yo sepa España es una democracia y la gente debe tener derecho a quejarse. Y además en mi opinión ahora tiene razones para ello. No seré yo quien vaya o promueva ninguna cacerolada, porque creo que eso se dirime donde y cuando toca, que es en las urnas, aunque si hay quien cree que esa es la manera de expresar su desagrado, el nuestro es un país libre. Lo que no es razonable es pensar que ese tipo de escandalera está legitimada cuando protestan unos, pero no cuando lo hacen otros.  Estoy muy de acuerdo con un tuit del eurodiputado popular Esteban González-Pons diciendo que le parecen tan mal los escraches en el vecindario del chalet de Pablo Iglesias como los que le hicieron a él mismo y a su familia en Valencia. Pero por desgracia Iglesias es de los que cree que no y ha tenido la desfachatez de decir que si siguen molestándole con el ruido de cacharros igual podrían enviar a sus simpatizantes a dar la lata donde vive la presidenta de la Comunidad de Madrid. Es decir, que en lo que está pensando es en un país donde o todos aceptamos su criterio, o las diferencias hay que resolverlas a base de cacerolazos. Y eso no es democracia. Eso es otra cosa.