Opinión
Por
  • ENRIQUE SERBETO

La herencia envenenada

La herencia envenenada
La herencia envenenada

Parece que se hubieran juntado los acontecimientos para que sea un poco más complicado ver con claridad. Un día se anuncia el cierre de una importante fábrica de coches en Barcelona, la de Nissan, que deja de repente sin empleo a miles de personas y el siguiente Consejo de Ministros aprueba un decreto para que todos los ciudadanos que carezcan de ingresos puedan pedir lo que se ha bautizado como renta mínima vital. Ya sé que este subsidio es una cosa que el gobierno tenía pensado con antelación igual que la multinacional japonesa también llevaba en cartera desde hace tiempo la sentencia de muerte de la factoría, y que ninguna de las dos cosas es consecuencia o tiene relación exclusiva con la pandemia de la covid-19, pero  ha coincidido en este ambiente pesado y tenso del post-semi-confinamiento y es imposible no pensar en ello. Algunos dirán que estamos viendo el final de la época en la que el coche ha sido el centro de la economía y el inicio de los tiempos en los que viviremos todos –o muchos- de alguna manera subsidiados por el Estado, que también podría ser. Lo único seguro es que no será solo Nissan, sino que muchas otras empresas van a cerrar, si no lo han hecho ya, debido a los efectos del confinamiento impuesto por la epidemia y de la mala gestión que ha hecho de ello el Gobierno y que la medida estrella del vicepresidente Pablo Iglesias pretende convertirse en un instrumento permanente de acción del Estado en la economía. No sé si ésta es la visión que tiene Iglesias de la reconstrucción después de este aciago periodo, pero solo con imaginarlo me vienen a la cabeza escenarios profundamente inquietantes.

La idea de un subsidio público para auxiliar a las personas y familias desasistidas no es nueva ni original. A simple vista se contrapone a la realidad de esas colas insoportables que se han producido ya en Madrid, con decenas de personas esperando a que les toque el turno de recibir una ayuda para comer. Es tan simple como directo: si alguien necesita lo básico para vivir, la sociedad no puede permanecer impasible ante el dolor. Sin embargo, no se puede negar tampoco que el modelo de ayudas a la subsistencia ya existe en casi todos los principales países europeos y ni en los más ordenados y probos ha servido para hacer desaparecer el fenómeno de la pobreza ni ha ayudado gran cosa en la mejora del empleo, que serían los dos fines razonables de toda política social. Si se quiere, por lo que he visto, diría que se ha convertido en  una suerte de analgésico que permite aliviar el dolor pero que no cura ninguna enfermedad. Todo lo más, como pasa con algunos medicamentos, produce adicción y en lugares como Andalucía ya tenemos una experiencia clara de cómo usarla como palanca del clientelismo político.

Todo el mundo conoce el dicho del pobre y la caña que me contaban cuando era joven e idealista y siempre pensé que lo que había que hacer era, sin duda, enseñar a pescar mejor que dar peces. Ahora tenemos unas perspectivas tan devastadoras que da la impresión de que ni siquiera baja mucha agua en el río de nuestra economía, así que no veo claro ni lo de la caña ni lo de los peces. Cuando se haya pasado el remolino de estos tres meses de emergencia y se aclare un poco el panorama, descubriremos la espeluznante realidad de un Estado económicamente en ruinas, porque la parálisis de la actividad económica no solo tiene consecuencias para las empresas, los autónomos o los empleados que se han quedado sin trabajo; sin ingresos y con un nivel inaudito de gastos de emergencia, el Gobierno no podría ni pagar los sueldos de los funcionarios sin pedir dinero y acrecentar la pavorosa deuda que arrastramos todavía de la crisis anterior. Dice el Gobierno a quien aún le crea que la renta mínima costará alrededor de 3.000 millones al año, cuando solo los intereses de la deuda que teníamos a primeros de año nos cuestan casi diez veces más. Haciendo un poco de demagogia, si el Estado fuera capaz de reducir ese pasivo, podría aumentar el subsidio diez veces.  Sin embargo, la verdad es que en este Gobierno tan poco pragmático no tuvieron jamás la menor intención de reducir la deuda cuando aún hubiera sido razonable en estos dos últimos años, ni van a dejar de ensancharla ahora, que ya no tienen más remedio. Y aunque nos digan que todo esto está muy bien y que han venido a redimirnos de la execrable política de recortes y todo eso, esa deuda es la verdadera herencia que estamos dejando a los jóvenes, que no solo tendrán salarios más bajos sino que deberán cargar con impuestos más altos para pagarla. Espero que esto no sea como la pescadilla que se muerde la cola y en esta comparación de los peces y los subsidios no les estemos alentando a que entonces se conformen con el ingreso mínimo vital y manden la caña a paseo. Hasta que alguien ¡ay! se pregunte al fin: "Y esto ¿quién lo paga?"