Opinión
Por
  • ENRIQUE SERBETO

La carta de mosén Enrique

La última vez que le vi tenía la mirada llorosa, porque pensaba que no regresaría a su querida casa de Villanova. "Con lo bien que estoy aquí, y ahora no sé si podré volver", me dijo justo antes de que lo subieran al coche, a finales de agosto pasado. Intenté levantarle el ánimo diciéndole que, si no bajaba a Barbastro, no podría sentir otra vez la alegría que le había producido ese reencuentro con el valle y la montaña, la próxima vez que viniera. Acabo de saber que tenía razón y que no habrá próxima vez. La muerte de Enrique Calvera no ha sido una sorpresa, teniendo en cuenta las circunstancias, y sin embargo me ha dejado una sensación de discordancia, incluso de desajuste puesto que había sobrevivido a lo peor de esta espantosa pandemia y tal vez en unas semanas más habría podido volver al valle como quise prometerle y él deseaba tanto.

Es verdad que ya no podía caminar por los pueblos pasando revista a esas deliciosas iglesias y ermitas del románico lombardo que él tanto luchó por preservar y por hacer que los demás aprendiésemos a valorar y respetar. Cuando empezó con esa labor de hormiga, labrando en la ruda conciencia de los montañeses para sembrar en ella esas flores cuyo fruto es el amor a las viejas piedras y el respeto por el pasado, no todo el mundo lo entendió. Yo no podré nunca ir a ver la ermita de Nuestra Señora de Gracia de El Run sin acordarme de que fue él quien escribió la primera guía del románico del valle, un pequeño librito, casi un panfleto, que hace años enseñaba con orgullo porque me hacía sentir ante los visitantes como si fuéramos una especie de sucursal montañosa de Florencia. Si nosotros no hubiésemos empezado a apreciar nuestro patrimonio lo habríamos liquidado a precio de ladrillo como ha sucedido tantas veces en tantos sitios, y ahora probablemente ya no existiría. Y eso es lo que hizo durante casi toda su vida, tejer lazos fuertes y hermosos, entre las gentes y su historia, entre el pasado y el presente que son los cimientos de lo que será el futuro. El Museo Diocesano de Barbastro será no solo el fruto de ese esfuerzo por conocer, por descubrir y por preservar, sino un formidable legado para las generaciones futuras. El valor de su trabajo ha sido inmenso. Qué ironía, que su muerte haya coincidido con la del mayor ladrón de arte sacro, Eric "el belga", porque tal vez ahora podrán conversar, allá donde se encuentren.

Enrique Calvera ejerció muchísimos años en la parroquia de San Franciscio de Barbastro, que es donde me bautizaron. No fue él el oficiante y no sé siquiera si ya había cantado misa para entonces -¡cómo pasa el tiempo!- pero el caso es que fue siempre el cura de la familia. Bautizó a mis dos hijos, a mis primos y a casi todos los suyos. A todos los que se lo pidieron les casó o les dio consejo. Esa última vez que fui a verle a Villanova le llevaba precisamente una larguísima carta de su puño y letra que le había enviado a una de mis tías –prima suya- hace más de medio siglo. La carta era bastante cortante, seria, incluso rigurosa en ciertos aspectos. Le tomó un buen rato leerla, porque es un texto muy denso. ¿Te acuerdas de esta carta , le pregunté. "Perfectamente, por supuesto. Y si hubieras visto la que me había enviado tu tía entenderías por qué le echaba este rapapolvo en la contestación". Detrás de todo había una historia de amor. Mi tía se había enamorado de un maestro que llegó a Castejón y que era originario de Estada, pero su padre no sabía nada de él y pidió informes a quien creía que podía dárselos, es decir, a mosén Enrique. Como la información no era favorable, mi abuelo no consintió esa relación, mi tía le echó la culpa al cura y se lo hizo saber con un sulfuroso mensaje. "Si esto hubiera pasado hoy, no me hubiera metido en estos berenjenales, de ninguna manera" me confesó.

Ahora que los dos (del maestro de Estada, que debió ser el que me enseñó a leer a mí, no sé nada) ya han dejado de estar entre nosotros, me atrevo a contar la historia de esta carta que en el fondo carece de importancia, aunque para mí fue la mejor forma de decirle que yo también intentaría aprender de él para resguardar esas señales a veces minúsculas de nuestra propia historia. Él, que también ha enterrado a mis seres más queridos, a esa tía de la carta también, nos ayudó a despedirlos siempre con palabras justas y vibrantes. Hace falta mucha fe en el más allá y mucha serenidad para soportar esos momentos de tristeza, porque él mismo tenía también lazos de cariño con todos ellos y se guardaba los sentimientos detrás del altar. Tantas veces le escuché esas palabras verdaderas de consuelo que ahora hubiera querido poder decir algo en su funeral, pero la vida me obliga a tener que hacerlo escribiendo -qué otra cosa podía hacer- una carta en su memoria.