Opinión
Por
  • BEATRIZ CIRIA DUESO

In memoriam

Era la dueña de la tienda de ultramarinos, carnicería, estanco, restaurante y bar, por lo que para los recién incorporados a la familia de mi pequeño pueblo nos habían enseñado a llamarla la señora Carmen del Café.

La familia nuclear configura una buena parte de nuestra forma de ser, valorar y creer. Con las vivencias acumuladas con la galería de personajes que jalonan nuestra infancia se van construyendo, ladrillo a ladrillo, los cimientos del edificio que seremos nosotros mismos. En mi pueblo había de todo, carpintero, herrero, panadero, chapista, albañil, varios tipos de ganaderos, dos lecherías…y un universo de personalidades que constituyeron las reglas del juego de la vida en mi infancia.

Y "el Café" fue ese lugar en el que nuestras vidas se abrían al mundo: los soldados cuando iban o volvían de maniobras, los obreros de obras públicas que venían a comer; los vecinos de otros pueblos que venían a por tabaco, o a fardar, a ver qué se cocía o a evitar estar solos; los habitantes de los barrios más próximos de Huesca, los currelas de las Casetas, los cansados por una larga jornada de trabajo, los jugadores de guiñote, los que venían a disfrutar de una estufa siempre cargada de leña… Fue el internet de mi niñez y adolescencia, el lugar en el que las noticias se iban tal y como habían venido, en el que todo el mundo era escuchado e incluso interrogado. No ocurría nada en el pueblo sin que se enterara la señora Carmen, y sin haberse molestado en ir a buscar. Toda la vida pasaba por delante del cristal de su ventana y allí estaba para mirarla cara a cara.

A las 7 de la mañana ya estaba escobando la calle, era el inicio de una jornada laboral tan larga como el día. A veces, si habíamos salido de marcha, nos preguntaba con cara de picardías: "¿a qué hora has llegado esta noche?". "A las dos", nos habíamos puesto de acuerdo en decir. "No es cierto, habéis llegado a las 5", "entonces, ¿para qué pregunta?".

Pocas veces no estaba en su casa: tenía que ir a Huesca a comprar, lavaba la ropa a mano en la acequia... en algunos de los desplazamientos de una a otra parte del pueblo para hacer sus tareas, pasaba por el patio de la escuela, y nos enseñó canciones para jugar a saltar a la comba o nos contaba historias del pueblo. También nos soltó algún "rediós" si lo merecíamos, o nos aplicó los primeros auxilios si fue necesario.

Era la suya una sabiduría antigua, adquirida a base de un dolor macerado con paciencia, sufrimiento muchas veces, y sin rencor. Con "el Café" articuló la vida de un pueblo pequeño pero vivo, Quicena. Y con su saber estar, con su saber hacer, ayudó a educar a varias generaciones de niños, esos en cuya educación colaboraba toda la tribu.

"Señora Carmen, ¿usted no duerme?". "Por supuesto, pequeña. Pero poco, porque cuanto más duermes, menos vives". Que la tierra le sea leve, señora Carmen. Desde junio se ha ido con usted una parte de nuestras vidas, esa en la que creíamos que el mundo era un lugar seguro porque estaba habitado por personas como usted.

Beatriz Ciria tuvo el honor de compartir su circunstancia.