Opinión
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  • Diario del Altoaragón

Todos los Santos inédito

Todo lo que está aconteciendo en torno a la muerte ha sido recubierto, en un efecto fatal con aspecto onírico, de extrañeza, de dolor, de temores, de preocupación, de un velo oscuro sobre el que apenas podemos actuar. Más seres humanos que nunca en nuestra historia reciente están falleciendo, y lo están haciendo incluso con mayor anonimato, indefensión y soledad que en las plagas que han asolado a la humanidad a lo largo de los siglos. Tal es el temor al virus, tal su contagiosidad, tan terrible la amenaza, que las agonías tan sólo están acompañadas por la admirable profesionalidad y el maravilloso humanismo de los profesionales sanitarios. En sus ojos, en sus manos, está una laica extremaunción, una mundana bendición que reconforta a los pacientes, ateridos por los últimos hálitos.

El ambiente es lóbrego, triste, y ni siquiera los camposantos respiran la atmósfera habitual del 1 de noviembre de cada año, cuando los vivos van a rendir homenaje y a recordar, en la convicción de que es una forma de perpetuar a través de la memoria, a nuestros seres queridos. A través de la fe, de las creencias y del amor, nos reconfortamos. Pero este año tan diferente el cementerio se llenará de la desconfianza que nos inunda, de restricciones y de las distancias que, como si estuviéramos en distintas dimensiones, nos separan a quienes estamos presentes en el mundo tanto casi como las que nos apartan de nuestros muertos. Y, sin embargo, como sucede con el sentido de esta festividad, alumbramos a la par la esperanza de que terminará esta desastrosa situación y que, al igual que nuestros ancestros, podremos volver a poner en orden nuestras existencias hasta que nos llegue el momento de partir. De momento, recemos o rememoremos, cada uno según su convicción.