Opinión
Por
  • PABLO PÉREZ LÓPEZ

De Gaulle, la grandeza y los fracasos

El 9 de noviembre se cumplió el cincuentenario del fallecimiento de Charles de Gaulle. Es en Francia un día señalado para la memoria de este ilustre estadista. Este aniversario invita a reflexionar sobre las razones y las lecciones de ese reconocimiento. "Me he hecho siempre cierta idea de Francia", escribió en el comienzo de sus memorias. La historia de su país le impresionaba tanto que su mayor sueño era prestarle algún día "señalados servicios". Su vida, sin embargo, pareció desarrollarse por un camino que desmentía su propósito. La Primera Guerra Mundial de 1914 debería haber sido la ocasión para que un militar de carrera como él brillara en el servicio a su país. No fue así. Aunque muy valorado por sus superiores y herido en repetidas ocasiones, fue hecho prisionero durante la batalla de Verdun, y vivió encerrado los dos últimos años de la guerra. Consideraba su situación con enorme tristeza: "completamente inútil, cuando se está hecho para la acción", escribió a sus padres. Parecía haber perdido su gran oportunidad.

Tras ser liberado, rehizo como pudo su carrera, en buena parte a la sombra de Pétain, el héroe de Verdun, que debió defenderle de la mala acogida que los profesores de la Escuela Superior de Guerra: les pareció un joven oficial engreído que se atrevía a discrepar de sus doctrinas estratégicas. Convencido de que había que crear un ejército vertebrado por divisiones blindadas, publicó un libro sobre ello. Le hicieron caso en Alemania, pero no en Francia. Buscó influir en política para conseguir que se le escuchara, y lo consiguió cuando las panzerdivisionen alemanas avanzaban ya en suelo francés, en mayo de 1940. Francia decidió entonces, tarde y mal, organizar divisiones blindadas y llamó a de Gaulle al gobierno para aplicar sus tesis. Convencido de que la guerra sería larga, cuando el gobierno estaba ya en Burdeos, negoció una estrecha alianza con el Reino Unido para continuar la guerra desde el Imperio. El Consejo de Ministros rechazó la medida e inició las gestiones para rendirse. De Gaulle se rebeló y marchó a Londres para continuar la guerra en nombre de la "Francia libre". Convenció a Churchill de que era posible, pero no a las autoridades de su país que le privaron de la nacionalidad y le condenaron a muerte. No le importó: a través de un mar de dificultades consiguió que su farol tuviera éxito: Francia terminó la guerra combatiendo entre los vencedores y aspirando a recuperar su grandeza.

El héroe de la Liberación, elegido por unanimidad en 1945 jefe de gobierno, se sintió muy defraudado por la actitud de los partidos, ajenos al interés nacional. Dimitió en 1946 esperando que pronto le llamaran de nuevo para remediar tal desastre. En vano: nadie le llamó. Para los políticos, él era un insensato que no entendía la realidad. Para de Gaulle, ellos eran politicastros mediocres, el prólogo de un desastre.

Acertó. En 1958, a causa de Argelia, Francia acabó viviendo una situación de quiebra política y rebelión. De Gaulle fue llamado de nuevo, como la solución a un problema sin salida. Volvió, rediseñó el sistema político y fundó la Vª República, presidencialista, que limitaba el poder de los partidos. La solución del problema argelino le costó el odio de ultranacionalistas que intentaron casi veinte veces terminar con su vida. Mientras tanto, él hacía política para recuperar la grandeza francesa. Durante diez años, desplegó con habilidad todo su talento para convencer a los franceses.

No convenció a todos. En 1968 se enfrentó a una nueva rebelión que le puso en la diana de las críticas. A duras penas, consiguió dominar esa última la tormenta de su vida, y refrendar en las urnas el favor popular. Pero no le gustaba la situación. Convencido de la necesidad de reformas de calado, las propuso en un referéndum y, al perderlo, dimitió.

Nunca dejó de pensar que "no hay política que valga fuera de las realidades", y también que "Francia no puede ser Francia sin grandeza". Podría parecer una contradicción, pero no lo era: "En la ladera sobre la que se encuentra Francia -scribió- todos la animan a que baje mientras yo no ceso de tirar de ella hacia arriba". Vale como resumen de qué entendió por hacer política con la grandeza como horizonte. Al final, ese fue el señalado servicio prestado a su país. Ese afán de aspirar a algo grande, de huir de la mediocridad, es la causa de que se le recuerde con asombro. Como anotó de joven en su agenda: "Ta pathemata, mathemata", aprendemos con nuestros sufrimientos. Y la política no es una excepción. Es necesario fracasar para hacer realidad un gran sueño.

PABLO PÉREZ LÓPEZ

Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Navarra