Opinión
Por
  • JAVIER GARCÍA ANTÓN

El último aplauso

El último aplauso
El último aplauso
EFE

En cuanto el alma pierde la aureola juvenil, los generosos torneos por el aplauso son sustituidos por las egoístas competencias por el dinero. Si lo decía Santiago Ramón y Cajal, quien nos mostró más de los arcanos del cerebro hace un siglo que todos los neurocirujanos que le han sucedido, debe ser cierto. Lo que sucede es que don Santiago, en esas cuestiones, sumaba su afán de creatividad literaria al rigor en la investigación, por lo que se escapa que la febrilidad de un joven por la notoriedad no necesariamente es sustituida por el metal. No estaba entonces desarrollada la teoría de la responsabilidad social, aunque ejemplos sobraban para la aseveración de quien fuera Premio Nobel. Sin ir más lejos, Salvador Dalí, tras un accidente en unas escaleras de su colegio en el recreo, al ser ovacionado con evidente mofa y befa por sus compañeros, creyó ingenuamente en su sinceridad y durante todo el curso se desplomaba diariamente por los peldaños. El histriónico personaje del que brotó el genial pintor se mataba por unas palmas.

En la mañana de ayer, me acordé del figuerense. En el Palacio de Congresos, hubiera muerto de soledad. En espera de Pilar Franca, Clara Arpa, Elena Ibáñez, Silvia Plaza, Pedro Baños, Víctor Kuppers y Nuria Chinchilla, salté al escenario en medio de la nada. Ni rumores ni batir de alas, ni el amor de Becquer. Sólo el silencio, que pasaba. Y, de repente, añoré el bullicio pretérito y las fórmulas de cortesía para concitar la atención. El público, la humanidad. Y, tras concluir las prodigiosas alocuciones de los conferenciantes, ni imaginar pude la aclamación merecida. Oscuridad, vacío. Al clausurar Rosa Gerbás, espontáneamente saltaron mis palmas. Homenaje postrero. Impulso, necesidad. A la vuelta, reset, aplaudámonos. Une mucho.