Opinión
Por
  • EDGAR ABARCA LACHÉN (FARMACÉUTICO,PROFESOR E INVESTIGADOR EN LA UNIVERSIDAD SAN JORGE)

Una vacuna para no olvidar

Olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo, y sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. 1984. George Orwell

Comenzamos un año con grandes expectativas. Esperamos que la vacuna nos salve de todas nuestras desesperanzas. El boom de Reyes son los libros de psicología barata que nos prometen aprender del dolor, que nos hablan de nuestra capacidad infinita para adaptarnos, para crecer ante las dificultades. Para salir "más fuertes".

Los generadores del caos, los gurús de la verborrea y la demagogia ya no hablan tanto de infectados, fallecidos, repuntes, contagios, cambios de fases. Muestran a golpe de tuiteo la llegada de las vacunas gubernamentales al amanecer, el proceso de inmunización que nos sacará del atolladero, que nos reseteará las mentes y nos ayudará a borrar lo ocurrido, lo gestionado. Decisiones que nunca llegaron.

Si algo positivo, higiénico, terapéutico puede traernos este nuevo año es la capacidad para no olvidar, por mucho que algunos lo pretendan. A principios de enero China reportaba su primera víctima por coronavirus y algo más tarde Francia confirmaba los primeros casos en Europa mientras nuestro desgobierno aseguraba que estábamos preparados. El 30 de enero la OMS declaró la alerta sanitaria internacional y nuestro Nobel pese a Suecia Francis Mojica ya advertía de la posible situación en España.

Conviene conocer que en el debut de Fernando Simón con su famoso "Nosotros creemos que España, no va a tener, como mucho, más allá de un caso diagnosticado", quien posiblemente ya hubiera leído que The Lancet contrastaba los 75.000 infectados en China frente a sus cifras oficiales, los expertos ya conocían el tipo de virus, su periodo de incubación, su capacidad de contagio así como que la realización de test, el uso de la mascarilla y la desinfección de los lugares de mayor tránsito eran medidas fundamentales. Por supuesto, la maquinaria de la propaganda se puso en marcha para desactivar cualquier mensaje de alarma, sobre todo mediante una obscena e inusitada violencia en redes sociales.

La cascada de acontecimientos producidos en febrero a nivel internacional fue exorbitante. Especialmente la inequívoca construcción del hospital de Wuhan en 10 días y la progresiva confirmación de casos que se fueron dando en Estados Unidos y Europa, especialmente en Italia, donde el número de víctimas mortales fue aumentando de manera preocupante. Pese a todo ello, a finales de mes, España todavía no se planteaba la suspensión de ningún acto público.

En marzo, cuando nuestro país confirmó más de 80 infectados, comenzaron las Fallas, se celebraron partidos de fútbol y la incómoda manifestación del 8-M. Sorprendentemente una semana más tarde ya sumábamos casi 6.000 contagios y más de 100 fallecidos. Desde entonces hemos sido víctimas de un cúmulo de continuas contradicciones, medias verdades (y también ocultaciones). Estado de alarma, confinamiento, mascarillas que no eran útiles pues no había para todos o el rechazo a un cribaje masivo que nunca se consideró necesario y que sin embargo fue aconsejado y demandado por las sociedades científicas desde la aparición de los primeros test.

En estos momentos, cuando al fin tenemos los de anticuerpos en las farmacias, sería interesante cuestionarse las razones de que sea tan problemático que el ciudadano disponga de más herramientas para estar bien informado, para poder decidir. Al principio sólo de dispensación con receta, después de prescripción desaconsejada para concluir que no eran fiables. Por no hablar de los de antígenos. Una medida impensable. Y es que las cifras, si engrosan el marrón, suelen ser molestas.

Nos pone que nos traten como a niños. Hemos aplaudido de manera infantiloide a ese "mejor sistema sanitario del mundo", maltratado durante años, que se ha visto desbordado pero que con bolsas de basura o sin ellas, una vez más se ocupará de todos nosotros. Nos salvará pese a que a su ministro se le pidió que le dedicara a la cosa un par de días a la semana.

La lucha contra la pandemia está siendo complicada. Y lo que nos queda. Desinformados, politizados, divididos, en coma. Una sociedad sometida constantemente a una información sesgada y a la que por ejemplo, se le han limitado los reenvíos de WhatsApp (por nuestro bien, faltaría más). No nos han permitido ver a las víctimas, los dramas en las UCI o conocer la cruda realidad de las familias rotas por el dolor y la soledad.

Sin embargo, estamos exultantes porque la vacuna ya ha llegado. Un proceso que pese a las enormes incógnitas técnicas, nadie debe poner en duda. Es obligado que parezca la panacea. Su transporte garantiza la cadena de frío, evita las vibraciones. En su manejo tiene que ser descongelada, reconstituida y sus viales repartidos en varias dosis. Por no hablar de la máxima planificación, organización de los grupos de vacunación y la búsqueda activa de los pacientes que todo ello exige.

Con seguridad el futuro deparará vacunas más estables, menos frágiles. En definitiva, viables. Esas que Sudán, Malawi, Liberia, Etiopía o mis amigos de Senegal tendrán que esperar. Toda esa ingente masa de gente de las que hoy nuestra ciudadanía tan solidaria no se acuerda.

Pero quizás no todo esté perdido. Frente al cortoplacismo imperante, este 2021 podría ser un buen momento para promover lo que últimamente voy leyendo se denomina el "pensamiento catedral". Ese espíritu de los constructores de la Edad Media sabedores de que su obra sería disfrutada por las siguientes generaciones. El proyecto Brain iniciado con el mandato de Obama y liderado por el español Rafael Yuste fue y es un buen ejemplo.

El reputado astrofísico Martin Rees ya ha advertido que el destino de nuestra civilización se decidirá en el próximo siglo. Deberíamos trabajar con las luces largas, por un legado que vaya más allá de nosotros, que nos haga pensar en el futuro de los nietos de nuestros nietos, que nos obligue a ser más exigentes con nosotros mismos y con toda la clase política, sin excepción. Que de una vez por todas se trate a la ciencia (de la que tanto ahora nos acordamos), como realmente se merece.

Repensemos acerca del origen de lo que nos ha traído hasta aquí. La destrucción de los hábitats, la deforestación así como los procesos de zoonosis. Bien pensado, todavía no. Qué inoportunidad. No es el momento de hablar de estas cosas, de debatir las causas. Mejor no meternos en estos berenjenales. Más adelante, cuando pase la pandemia, cuando estemos inmunizados. Ya veremos. Además, poco se puede hacer. Las cosas son así. El gobierno ya tiene científicos, todos los países hemos estado igual. Nada se podría haber hecho mejor. No somos expertos. Resignémonos.