Opinión
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  • Diario del Altoaragón

La obligación ética de condenar los escraches

Un escrache constituye un fracaso de la libertad salvo en aquellos países en los que la dictadura suplanta la soberanía popular sin que exista fórmula amparada en el Estado de Derecho para la expresión de la ciudadanía. No es el caso de España y no existe oportunismo alguno digno de defensa ni de amparo ante este tipo de actuaciones. Con el agravante de que muchos de los acosados por las calles no son profesionales -aunque hacerlo para los que se dedican en cuerpo y alma tampoco sea ningún atenuante-, una protesta tan legítima como la que los comerciantes y hosteleros de Jacetania y el Alto Gállego perdió una parte de su valor por la violencia verbal de los exaltados. Es más, la recuperación del sentido absoluto de la concentración demandó que sus organizadores condenaran estos actos.

En España, no existen graduaciones posibles en los escraches. Ni siquiera por la calidad humana, profesional o democrática de los afectados, en este caso indudable en la figura de Juan Manuel Ramón, un servidor entregado, afable y tremendamente empático. Un alegato no se puede sostener sobre la defensa agresiva de unos ideales, sea en el plano físico o en el verbal. La palabra es una maravillosa herramienta que se convierte en arma de destrucción masiva de la convivencia cuando se zahiere para coartar los derechos de los demás. En un sistema democrático, existen suficientes cauces como para reclamar la protección de los derechos propios sin que sea preciso invadir la intimidad o la libertad de los demás. Y este fenómeno de los escraches, salvo que se corte de raíz, no contribuye sino a que la tensión se dispare a la par que una demagogia extremista. Los populistas los trajeron abyectamente a España. Entre todos hemos de conseguir expulsar tan nefasta práctica.