Opinión
Por
  • GEMMA ABAD

El reencuentro volvió a unirnos

Habían pasado muchos años desde el último encuentro. Cómo podía imaginar que esa tibia tarde de primavera en la que la lluvia repicaba sobre las hojas de las plantas, chapoteando en los tallos agostados, iba de nuevo a dar vida a nuestra anterior relación.

El colegio nos había unido, creando una alianza difícil de truncar. Sin embargo, el tiempo se había parado y ese vínculo se fue deshaciendo, a pesar de la ilusión con la que crecimos juntas y las promesas eternas con las que dimensionamos nuestra unión.

En un momento de quietud, presencié con alivio en mi memoria una serie de figuras limpias, inmaculadas, sobre un fondo blanco que correspondía a esa inocencia con la que ella y yo forjamos nuestra amistad.

Viendo caer la lluvia, imaginé las hiedras trepando por los troncos de los árboles, abrazándolos. Entonces, recordé esos abrazos con los que nos estrechábamos cuando volvíamos a vernos después de un largo fin de semana en el que ambas habíamos ido a visitar a nuestras respectivas familias. La algazara de los lunes, cuando nuestras voces se mezclaban en el largo pasillo que nos conducía a la clase, hacía que ese sentimiento de alegría permaneciera intacto durante toda la semana.

Lejos de desvanecerse la huella con la que el tiempo nos había marcado, ahora sentía en lo más íntimo de mi ser esa lluvia de endorfinas que había despertado el cariño que nos prodigamos durante tantos años. Y, de esta manera, me preparé para acercarme a ella. Las dos nos miramos sin parpadear. Con una respiración agitada, sorprendida por un silencio al que no estaba acostumbrada en el pasado cuando la cercanía nos enfrentaba a una y otra, di un paso hacia adelante. Miré su cuerpo erguido, con un rostro atravesado por las líneas que la vida se había encargado de marcar. No la reconocía y no podía sacar de mi cabeza la imagen que yo esperaba encontrar. Tardé en reaccionar y en aceptar una realidad que nunca hubiera imaginado. Nos fundimos en un abrazo. Lejos de la calidez que rebosaban nuestros cuerpos cada vez que nos encontrábamos, noté que algo se había interpuesto entre nosotras.

Empezamos a deambular de un sitio para otro, dejando que unas gotas de lluvia acompañaran nuestros pasos, hasta que nos sentamos en un bar y empezamos a hablar. Una conversación armoniosa salió de nuestras bocas. Las dos estábamos ávidas de explicarnos todas aquellas cosas que desconocíamos la una de la otra.

Poco a poco, se fue abriendo ese universo de afectos, anhelante de conocidas ternuras. Entonces descubrí a mi amiga. Fueron sus profundos ojos negros quienes la delataron y borraron esa trampa con la que el tiempo engaña a nuestros sentidos y pone trabas al sentimiento.

De pronto, deslumbrada, reconocí gestos y sentí su corazón cerca del mío. Las palabras fluían sin parar y todo empezaba a cobrar luz. Hasta reconocí en el ambiente ese aroma que era su sello de identidad y que impregnaba toda su persona. Ahora volvíamos a ser las mismas, aunque en nuestros caminos había otros derroteros que se habían interpuesto. Ya no caminábamos de la mano, como lo hicimos tiempo atrás, pero el afecto perenne que marcó nuestra relación hizo que no dijéramos adiós a esos años y que no desafiáramos el sueño del eterno reencuentro.