Opinión
Por
  • Javier García Antón

Huérfanas de víctimas

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Dos agentes en la simbólica destrucción de armas de ETA y los Grapo
Agencia EFE

EL ENCUENTRO se produjo a la altura del quiosco de música. Fue un abrazo leve. Las dos se miraron un instante a los ojos antes de separarse. ¿Se dijeron algo? Nada. No se dijeron nada”. Es el final de Patria de Fernando Aramburu. Un epílogo sin palabras, con desgarros, heridas sin cicatrizar, olvido imposible, necesidad de perdón.

Frente a ese colofón discreto de la gran novela, un libro pedagógico que a muchos suena tremebundo, a quienes vivimos en primera persona aquella pesadilla realista sin más -nada hiperbólico, nada estridente, nada inventado-, ayer el presidente del Gobierno protagonizó un acto propagandístico en la destrucción de las armas de ETA. Claro, las que se capturaron. Las que entregaron mentirosamente. Espectáculo frente a la intimidad con la que los familiares de las víctimas lloran todavía las pérdidas. El padecimiento es personal. Y hasta sienten un cierto estigma social. Como si ellos, que pusieron los muertos, los secuestrados, los violentados, estuvieran poniendo piedras en las ruedas del carro de la paz Miseria social, inanidad colectiva, conformismo, todos desde la televisión. Pies en alto.

Esas armas se han quedado huérfanas de función, ayunas de misiones miserables bajo la excusa patriótica. Ya no están mis dos jóvenes guardias civiles abatidos un día antes de que estuviéramos citados para un partido con los del instituto. Ni el brigada auxiliar de mi padre. Ni decenas de policías. Ni los agentes de Goizueta vilmente asesinados, uno de ellos padre quince días antes. El mío, el capitán Escribano, acudió al servicio entre lágrimas y riesgos.

Los que las empuñaron y los que les cubrían las espaldas gozan del calorcito institucional. Pero les hemos ganado. ¡Ja! ¡A la mierda!