Opinión
Por
  • Anabel Bonsón Aventín

Nosotras, las de los pueblos

Símbolos feministas durante una marcha y batukada feminista en el CIE de Aluche, en Madrid.
Símbolos feministas durante una marcha y batukada feminista en el CIE de Aluche, en Madrid.
EFE

Las feministas, las de la segunda ola, las hijas de la transición y de la movida nos inventamos un nuevo mundo. Franco había muerto. Iba a nacer un tiempo de libertades donde todo estaba por hacer. Éramos y somos rebeldes. No queríamos ser como nuestras madres ni estar sometidas a la tutela o a la dependencia de un marido. Hablábamos del amor libre y entendimos enseguida que la libertad empieza en tu propio cuerpo, que tu cuerpo es política, o lo que leímos de Simone de Beauvoir: La mujer no nace, se hace. Y, sobre todo, logramos estudiar, aprender, viajar, tomar nuestras propias decisiones y ganar nuestro propio dinero. Algo que fue también el sueño frustrado de nuestras madres. Ellas no habían sido libres pero sí muy valientes y corajudas, y nos alentaron. Y no todo fue fácil en los pueblos, porque había que esconderse y no significarse ante tantos prejuicios heredados. Para que no nos señalaran. Aún así, oíamos como los amigos, también los comprometidos y de izquierdas, hablaban de las estrechas, cursis, puretas o las ninfómanas (tortillera sonaba menos), categorías sexuales que no se adscribían a todo lo que era cojonudo y podían ser un coñazo… Entonces, en las ciudades, empezaban a salir de armario los gays, lesbianas y transexuales. Por las noches estaba abierto hasta el amanecer y de día las calles habían estado abarrotadas de protestas y reivindicaciones. En la universidad seguimos gritando a favor del divorcio, del aborto, de la igualdad, del ecologismo, del antimilitarismo, del pacifismo, del antirracismo, por la memoria de las mujeres del 36 o contra la ley Maravall para una educación más justa. En clave marxista, anticapitalista o autonomista. Ya sabiendo que el feminismo pretendía todo eso y mucho más.

Eran malos tiempos para la lírica pero queríamos un país que pusiera libertad.

Y es que nacimos y nos criamos en un sistema patriarcal que venía de siglos pero al que la dictadura de 40 años y el enorme peso de la iglesia y de la educación cristiana habían conferido un poder casi medieval en lo individual y en lo colectivo. Un gran muro que había que romper como fuera. Y lo hicimos y tenemos que seguir insistiendo porque no ha desaparecido. Porque miles de mujeres mueren asesinadas por sus parejas. Porque la pandemia ha reventado las costuras del sistema y ha hecho más evidentes los abusos a mujeres, niños, ancianos, prostitutas, desahuciados, inmigrantes, a jóvenes que no pueden pagar un alquiler y a los más pobres de la tierra. Eso sí es violencia. Porque además resulta que los derechos adquiridos se retraen al compás del capitalismo depredador y sus crisis recurrentes y de algunos de sus partidos políticos secuaces que no piensan en cuidados, ni en cariño, ni en conciliación, ni en respeto o solidaridad. Sí en esclavitud, como siempre mayor para las mujeres. Sorprende o atenta al sentido común que, tras tanta lucha, muchos y muchas den por buena la máxima falangista de “la mujer en casa y con la pata quebrada”, si no no se entiende por qué la caspa retrógrada sigue cayendo como la fría nieve.

Sin duda todas somos fruto de nuestro tiempo histórico y por eso dialogamos con él y también con el de nuestras hijas que nos enseñan otros idiomas más sutiles para enfrentar lo mismo: sororidad, transfeminismo, personas no binarias, queer… Y sentimos como hemos vivido mejor que nuestras madres, que lidiaron con la escasez y la miseria moral de una posguerra. Ellas asumieron el modelo abnegado de feminidad y no tuvieron ni seguridad social, ni derecho al paro, ni anticonceptivos (esa gran revolución) ni atención pública para sus mayores, ni guarderías, ni buena sanidad o educación (añorada II República), ni terapeutas, ni ayuda a domicilio (tan importante en nuestras comarcas despobladas) ni nadie que les hablara de su valía.

Algo hemos cambiado, y es de agradecer. De entrada, tenemos un Ministerio de Igualdad que nos representa. Pero el 8 de marzo es más necesario que nunca en el mundo rural y el urbano. Las olas del coronavirus no pueden paralizarnos. Hemos luchado contra el miedo y contra la costumbre. El derecho a la movilización debe existir, aunque en los pueblos pequeños sea tan difícil y estemos más aisladas. No queremos volver a antes de la pandemia porque no todo era bueno ni bello. Queremos un estado que proteja a las personas más débiles porque los cuidados no son solo un asunto privado. La salida a esta crisis será feminista o no será, como la propia revolución. Y eso también lo sabemos las mujeres de los pueblos, las hijas o las nietas de las que no pudieron quemar o acallar. 

Anabel Bonsón Aventín

Responsable de Feminismos/LGTBI del Circulo Podemos Ribagorza