Opinión
Por
  • César Martín-Gómez

Cruzar la calle para hacer mejor arquitectura

Huesca calle Cabestany
Calle Cabestany de Huesca
D.A.

Cuenta la leyenda urbana de la historia reciente de la arquitectura que Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal -ganadores el día 16 de marzo del premio Pritzker, el ‘Nobel’ de la Arquitectura- cansados de no encontrar las soluciones que necesitaban en su Escuela de Arquitectura en Burdeos, las encontraron hablando con sus colegas del edificio de enfrente. Al cruzar la calle, en la Escuela de Ingenieros Agrónomos, eran expertos en la construcción y mantenimiento, de invernaderos.

Precisamente el uso de esta herramienta proyectual permite explicar y entender mejor la dimensión del trabajo de estos grandes profesionales de la arquitectura.

El mediático premio que acaban de recibir ha generado una cascada de artículos de opinión. En ellos se destaca la componente de compromiso social y medioambiental de sus obras. Se habla de su trabajo como artesanos herederos de Jean Prouvé o la coherencia entre la economía del proyecto y el lujo del espacio generoso para los usuarios del edificio. Incluso se habla de su contribución a la “arquitectura de la felicidad” (Luis Tena) y se comenta, con acertada precisión, que su trabajo es “la constatación de que no todos los alumnos de arquitectura pueden hacer un Guggenheim, pero sí pueden mejorar la vida de las personas” (Anatxu Zabalbeascoa).

Todos estos testimonios tienen razón: Lacaton y Vassal merecen el Pritzker y los numerosos elogios que no dejan de prodigarles. No obstante, no siempre fue así.

Cuando conocí su trabajo, allá por el 2002, todavía no habían alcanzado el ecuador de su carrera. Sin embargo, los proyectos que acumulaban no eran bien vistos. Se tildaban de ‘Escuela francesa’, de ‘arquitectura ligera, arquitectura efímera’, o se afirmaba que ‘construir así no era hacer arquitectura’. En mi caso, me sentía fascinado por las herramientas constructivas, de instalaciones y lógica energética que utilizaban. De su forma de trasladar a la arquitectura o, mejor dicho, a la construcción de espacios de calidad, criterios de presupuesto ajustado y la premisa del ahorro de energía. Todo ello mediante soluciones provenientes de un área denostado tradicionalmente: los invernaderos.

En una entrevista realizada entonces (Editorial GG), Lacaton y Vasal comentaban cómo todos los años iban al salón de Villepinte para ver el progreso de los invernaderos agrícolas. Fue a esos invernaderos a los que sacaron el máximo partido. Con la lógica que implica su comportamiento térmico, los utilizaban con demostrada solvencia para acumular el calor e introducirlo después en las viviendas. Pero también tomaron de ellos la prefabricación, la modularidad, la sustitución de las complejas carpinterías metálicas para los vidrios por los sencillos sistemas de montaje del policarbonato de fachada; los sistemas de ventilación pasiva y, sobre todo, en mi opinión, sus reducidas necesidades de mantenimiento.

Lacaton y Vassal pusieron encima de la mesa otra cuestión fundamental: ¿Cuánto han de durar los edificios? Y si no son eternos, ¿han de utilizarse materiales de gran durabilidad? O como ellos mismos argumentaban habitualmente: ‘¿Se gasta en mármol para el suelo o se recurre al hormigón y se utiliza ese mismo dinero en ofrecer más espacio al usuario del edificio?’.

La obsolescencia de los edificios que planteaba este binomio de arquitectos en 2002 -¡y que solucionaban!- es ahora, tras la crisis del 2008 y la de la pandemia del 2020, cuando cobra todo su sentido. Es ahora cuando se reconocen más necesarios que nunca los planteamientos filosóficos de su trabajo. Un trabajo que he vuelto a leer y revisar para preparar este texto y que ha traído a mi memoria las palabras de otro maestro, el navarro Francisco Javier Sáenz de Oíza, cuando afirmaba: “No voy a defender la casta de los arquitectos porque no me interesa nada. La función de construir es innata en el hombre”.

Investigador y profesor de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra