Opinión
Por
  • Enrique Serbeto

Revolución desde la piscina

Pablo Iglesias, de Unidas Podemos
Pablo Iglesias al anunciar su abandono de la política.
Agencia EFE

CUANDO Pablo Iglesias llegó por primera vez al Parlamento Europeo en 2014 fue como si el Mesías en persona hubiera entrado en Estrasburgo. Antes de entrar -caso único en la historia- ya era el candidato por aclamación de la izquierda a la presidencia de la Cámara. Su mera presencia levantó tanta expectación que hubo hasta algún meritorio eurodiputado de Izquierda Unida que se apresuró a poner el cuello en el cadalso porque pensaba que tener un modesto fondo de pensiones le convertía en impuro. Los socialistas lo miraban de reojo con tanta admiración como mosqueo y se dividieron enseguida entre los que cayeron rendidos a sus pies y los que a pesar de intuir el peligro se sintieron abrumados y callaron, lo que explica mucho de lo que ha sucedido después en el PSOE. En siete años de carrera política, Iglesias ha logrado vivir de esta aureola casi mística mientras se le iba apagando sola, porque desde el primer paso que dio en política no se puede decir que haya hecho nada realmente valioso salvo, claro está, aquello que ha mejorado su vida personal. Al verlo el martes despedirse de la política como si fuera el Che Guevara saliendo de La Habana, incapaz de reconocer que lo que ha sucedido es que los electores le han dado un puntapié de campeonato, me di cuenta de que no es más que el comienzo de su próxima impostura y que, para que lo sepan los ingenuos que aún creen que puede tener medio gramo de dignidad escondido en la coleta, consiste en dedicarse a ganar dinero como sea para preservar y aumentar su patrimonio. Y en este afán intuyo que le va a dar igual si le pagan por salir en una televisión o por dar conferencias porque probablemente se va a dedicar a atacar al Gobierno para justificar su decisión de abandonarlo. Conozco a mucha gente que creyó sinceramente que este embaucador tenía en realidad ideas para mejorar la vida de la gente, a pesar de que se presentaba siempre como defensor de la dictadura chavista que es una receta que ha transformado en dos décadas un país inmensamente rico en una pocilga miserable. Hay ciertas ideas que suscitan tal entusiasmo que muchas personas se quedan cegadas por el resplandor de la teoría y no son capaces de ver los resultados de su puesta en práctica, aunque los tengan delante de sus narices. Gracias a eso, este infame personaje ha podido construir una carrera política tan sorprendente como inexplicable para llegar a ser vicepresidente del Gobierno y desde allí enchufar a su mujer como ministra, un gesto que habría bastado por sí solo para descalificarle ad aeternum para participar en la cosa pública. De toda esta trayectoria no se conoce ningún resultado concreto para el bien común y si muchas desgracias, entre otras la de haber confundido al Partido Socialista que en mi opinión tendrá muchas dificultades para lograr –si lo logra- lavar su reputación después de haber aceptado hacer negocios con semejante personaje. Si el PSOE hubiera sacado para las elecciones del martes a un joven sanchista cualquiera en lugar de a Ángel Gabilondo, habría sido imposible distinguir entre los tres candidatos de izquierda porque los tres tenían el mismo discurso hiperventilado del combate antifascista y poco más. El inefable Gabilondo lo ha llevado con una paciencia de la que yo carezco pero estoy seguro de que de haber podido elegir habría preferido perder las elecciones él solo y no tener que comprobar en carne propia hasta qué punto ha sido tóxico para el PSOE (el viejo PSOE constitucional y razonable) vincular su destino con el de este personaje que no ha sabido ganar ni en Vallecas de donde dijo que no pensaba salir, ni en Galapagar, que es donde vive ahora en una hermosa casa con piscina.

La marcha de Iglesias es en mi opinión el final de trayecto de aquella decisión de formar una coalición que Pedro Sánchez aceptó por propia voluntad aun habiendo dicho que era consciente de que no le dejaría dormir tranquilo. Si ya era complejo navegar con dos timoneles, con esa pandilla de activistas irresponsables que Podemos ha infiltrado en el Gobierno, esto va a ser peor que el camarote de los hermanos Marx. Y esto habría sido muy malo en un periodo de bonanza y ahora puede ser catastrófico. España se encuentra ante una situación de colapso económico como no habíamos conocido desde la Guerra Civil y al mismo tiempo cuenta con la posibilidad de utilizar el impulso de las ayudas europeas para resolver no solamente esta dramática situación sino para llevar a cabo las reformas que adapten nuestra economía al mundo actual, como van a hacer otros países. Esto era difícil con Iglesias en el Gobierno y va a ser aún más peliagudo con Iglesias como francotirador desde el exterior y un gobierno en pleno delirio, que acaba de ser desautorizado por los electores nada menos que en Madrid. Entiendo la satisfacción de Isabel Díaz Ayuso por haber logrado como dice ella echarlo del Gobierno aunque me temo que nos espera lo peor porque a Iglesias –y ya lo hemos constatado- no le gusta nada ser ni eurodiputado, ni portavoz parlamentario en las Cortes, ni vicepresidente del Gobierno ni diputado en la Asamblea de Madrid. A lo que en realidad aspira es a hacer la revolución y ver arder el sistema constitucional. Igual que el Che quería sembrar revoluciones por el mundo, Iglesias aún quiere hacer la suya aunque sea desde la piscina. l