Opinión
Por
  • Javier García Antón

Ignacio y el amor a la vida

Ignacio Almudévar Agropal
Ignacio Almudévar, el día de su salida del Hospital San Jorge.
S.E.

IGNACIO, si lees esto a las 6 de la mañana, hábito diario tuyo, contente y, por favor, espera a mejor hora para llamarme. Has cumplido un año. El 11 de mayo toda España vio salir de la UCI a un mocetón alto pero desgarbado, leve de fuerzas, exultante de ánimo, agradecido al firmamento, las manos en actitud oratoria, la mirada penetrante buscando con insistencia todo el universo de la unidad y una quinta planta erigidos en ángeles de su resurrección. De su lado había corrido el desafío a la verdad apodíctica de Ramón J. Sender: si el cántaro da en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro. En el caso de Ignacio, la voluntad vuela como su dron a las alturas de Guara y es robusta como su maquinaria. Merodeó la de la hoz, pero su determinación esquivó el proceloso magma que nadó contracorriente para cambiar la fatalidad por la luz buena del túnel.

Desde ese día, Ignacio Almudévar, el solidario, el benefactor, el amigo de las buenas causas, se ha convertido en un apóstol de la vida. En un asesor, un acompañante, incluso un donante generoso de soluciones que él, estudioso e inquieto, probó y luego investigó. Ha creado, a través de su empatía, una comunidad metafórica de enfermos por la covid, en la que militan los actuales y los veteranos, los que luchan y los que vencieron. El sufrimiento une tanto que, una vez rebasado el dolor, se convierte en un estadio que evoluciona por su carácter opcional -el nirvana de Buda- hasta la entrega a los demás o el camino en solitario. En la contradicción humana, se resistió al destino y escogió el albedrío sin que siquiera el Parkinson sea obstáculo para su empuje. Y, cada aniversario, estaremos dispuestos para felicitarle y exclamar alborozados, junto a Paz y Belén, ¡qué bueno que volviste para dar ejemplo!