Opinión
Por
  • Javier García Antón

Día de flores y oración

accidente huesca
El precioso ramo de flores que Ignacio Almudévar depositó en el lugar del accidente mortal de Mari Luz amaneció esquilmado.
S.E.

LO VIRTUAL desprendía odio y lo real mezquindad. La mañana nublada dibujaba la guadaña. Había abandonado las redes de la ira, donde el lenguaje se maltrataba como si hubiera de responder con sangre a la muerte de Olivia -y la presumible de Anna-. Una llamada temprana de Ignacio añadía crudeza matinal. Mientras la sangre de la cabeza de Mari Luz se resecaba en la calzada de la apatía municipal, el hermoso ramo de flores que depositó en el lugar del siniestro amaneció saqueado. Vileza miserable. Un tipo de violencia de alta intensidad: matar el recuerdo y el homenaje. Sin respeto, Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos!

Kaneko Misuzu, un símbolo eterno en Japón, regaló a la humanidad hace una centuria su poesía El Alma de las Flores: “Cuando caen las almas de las flores, todas y cada una sin excepción, renacen en el jardín celestial del Buda. Claro, las flores son benévolas, sonríen abriendo sus pétalos cuando el sol las llama, entregan su néctar dadivosamente a las mariposas y, con su fragancia, recompensan a los humanos. Siguen las directrices del viento con singular delicadeza, y, además, donan sus restos para que los niños jueguen”. A ese parque partió Olivia y presumiblemente lo habrá hecho Anna, destrozadas por un padre asesino (si acaso la mayor crueldad imposible). Con otro tipo de amor, quizás sean émulas de la leyenda de Sakura, y cómo ésta con su amante Yohiro (esperanza), fusionen suavemente sus seres, sus recuerdos y sus visiones de eternidad en un sólo árbol desde que desprender el aroma de la generosidad, el cromatismo níveo de la paz, la suavidad de la fraternidad, la altura de la creación. Elevarse sobre la indignidad. Reencontrarse con su madre. Abrazar. Querer. Oremos.