Opinión
Por
  • Enrique Serbeto

La gota malaya

Conferencia de Pedro Sánchez ayer en Barcelona.
Conferencia de Pedro Sánchez ayer en Barcelona.
Agencia EFE

Hay un componente muy perverso en el discurso del presidente del Gobierno el otro día en el Liceo de Barcelona, en el que intentaba justificar la ignominia de los indultos. Cuando dice que quiere construir un nuevo pacto constitucional, una nueva transición, lo hace con un desahogo indecente teniendo en cuenta que anda en la posición de Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como, y que estaba en un escenario de Ópera y no en las Cortes. El que quiera puede creer que se trata de un gesto destinado a restablecer la concordia y la convivencia en Cataluña, como dice. A mí me basta con escuchar la respuesta indolente de los beneficiarios de esta tropelía para saber que eso es –otra vez- una mentira.

Para emprender una tarea de este tipo, se supone que se necesita el apoyo y el acuerdo de toda la sociedad o al menos de una mayoría amplísima mientras que él está solo en esta aventura, de hecho no le apoyan ni los independentistas que siguen prisioneros de su propia obsesión. Pero Sánchez espera que esas evocaciones al consenso basten para engatusar a mucha gente y hacernos creer que está construyendo algo bueno y noble aunque sea en realidad una traición a todos aquellos que defendemos a la Constitución. Así es como funciona la propaganda: cuando Sánchez decía que jamás aceptaría el indulto de un político, las encuestas hablaban de un 80% de ciudadanos en contra de esta medida.

Luego empezó con la gota malaya inoculando pequeñas dosis de ese cianuro ideológico que viene envuelto en el supuesto pragmatismo pacificador y ahora que los ha perpetrado ya “solo” los rechazan seis de cada diez. Es de una audacia insultante sostener que está haciendo esto por el bien de España aunque sea en contra de una mayoría clara de los españoles, pero me temo que el mecanismo funciona y que esto será solo el principio.

Los independentistas saben mil veces más que Sánchez de gotas malayas y tengo para mí que el próximo capítulo en esta mala serie va a ser el referéndum, que entrará por los mismos canales y alcanzará los mismos resultados. Aquel PSOE de “jóvenes patriotas”, como lo definía la prensa europea cuando Felipe González llegó al poder, todavía tenía no hace mucho dirigentes que también decían que los indultos eran inaceptables y no sé si han tenido que usar la vaselina de la que hablaban hace un año, aunque constato que llegado el momento de la verdad se han quedado callados o les ha pasado como al extremeño Fernández Vara, que ha descubierto con sorpresa que no está de acuerdo consigo mismo. Hubo en la República Dominicana un dirigente tan poliédrico como correoso llamado Joaquin Balaguer que después de pasar por todos los partidos al final de su vida decidió montarse uno propio y llamarlo –naturalmente- “Lo que diga Balaguer”. Ahora el PSOE podría llamarse también “lo que diga Sánchez” (LQDS) y con unas pinceladas de Iván Redondo en el anagrama ni notaríamos la diferencia.

Al principio creo que la mayoría de socialistas aún pensaban que el poder lograría embridar a Sánchez a base de realismo, como le pasó a Felipe González con el tema de la OTAN. Y no ha sido así. La derrota por defenestración de Susana Díaz en Andalucía les obliga definitivamente a elegir entre someterse a Sánchez y asumir las consecuencias que saben que ello va a conllevar, lo que incluye tragarse sus propias palabras, o enfrentarse a Sánchez y asumir también las consecuencias que tendría esa rebelión abierta. El otro día tuve la ocasión de conversar distendidamente con un miembro del Gobierno al que aprecio en lo personal, que representa muy bien esa posición imposible a la que les ha llevado esta coalición con todos los que rechazan el consenso del régimen constitucional y que han asumido con sorprendente naturalidad incluso aquellos –como era el caso- que tienen un currículum académico e institucional de verdad, no como la mayoría de sus colegas de gabinete o el mismo presidente. Ese “¿y tú qué harías?” con el que respondía a mis críticas trasluce un fatalismo impostado que inunda el pensamiento del sanchismo y que presupone que el Gobierno no tiene más remedio que seguir dependiendo de toda esa maraña destructiva de partidos.

Por supuesto que hay una alternativa: pactar con el PP los asuntos más importantes para el futuro de España: la situación en Cataluña y el plan de recuperación que va a endeudar a los españoles durante décadas. En un país democrático como el nuestro debería ser lo lógico y sería respaldado por una inmensísima mayoría, es decir haría posible de verdad el escenario para esas ideas refundadoras de las que habla el presidente. Pero Sanchez cree que eso es peor que un pecado mortal y prefiere seguir sometido al chantaje de los independentistas, mientras el PSOE se va volviendo insensible a las humillaciones a las que estos le someten, a la espera de saber el último paso qué va a decidir Sánchez.

El problema es que Sánchez dice hoy una cosa y nunca se sabe cuándo va a decir la contraria. La sospecha de que nos va a acabar haciendo tragar el referéndum viene de la sucesión lógica de los acontecimientos. Si este zapato de los indultos siete números más pequeño ha podido entrar y el país aguanta el dolor, el otro entrará también, que de este tipo de calzadores sabe mucho ese perverso Rasputín que le susurra al oído. La principal razón por la que había que haber impedido los indultos era para detener esta carrera desbocada del sanchismo sobre las cenizas de la Constitución, que empieza ahora y que yo creo que no puede acabar bien. Ni para España ni para Sánchez.