Opinión
Por
  • Javier García Antón

La Iglesia que duele

Omella pide al Gobierno mantener a los benedictinos en el Valle de los Caídos
Juan José Omella.
EFE

SOMOS muchos conscientes de que la reprimenda de Juan Pablo II era justa, porque somos cristianos a tiempo parcial y no de una pieza. Y, con nuestras imperfecciones, cumplimentamos la arenga de Agustín de Hipona: amad a esta Iglesia, permaneced en esta Iglesia, sed vosotros esta Iglesia. Y, sin embargo, me consta que no somos pocos los que hemos de hacer propósito no de enmienda, sino de ratificación, para trascender lo que nos duelen las jerarquías. Hace dos años, en la presentación de una campaña, me atrevía a traer al arzobispo Jiménez y el obispo Pérez una remembranza, la de aquel párroco que en mi pueblo se puso la ikurriña por montera contra toda opinión, contra toda la villa. Encantados estaban los que jamás pisaban el templo, indignados los que acudíamos a orar y contribuir.

A este hecho pretérito, le sucedía una reflexión: la querencia de la iglesia al foco de recuperar las ovejas descarriadas olvidando que las disciplinadas pueden estar acercándose al precipicio y necesitan referentes y argumentos para resistir a las malas tentaciones. Las obedientes, contra las fuerzas centrífugas, seguimos poniendo la X eclesial en la declaración.

Me alegró ver a Fray Jesús Sanz reconociendo en ABC que andamos perplejos porque las palabras del buenismo del indulto pueden esconder lo ambiguo, escurridizo y falaz. Tras la pifia de los obispos catalanes, como otrora los vascos, y el refrendo de la Conferencia Espiscopal contrario a la condición universal de la Iglesia, que abandona al rebaño constitucional catalán, alivian estas luces. Pero se me clava la decepción de Omella y me entristece el OK al mercadeo en el templo con la justicia. Nunca las virtudes teologales pueden despreciar las cardinales, porque ahí se pierde la verdad. Y duele.