Opinión
Por
  • Javier García Antón

Callando va la muerte

Concentración en Madrid por la muerte violenta del joven Samuel el Galicia.
Concentración en Madrid por la muerte violenta del joven Samuel el Galicia.
Agencia EFE

AYER se fue un amigo mío. Un final truculento, terrible, cruel. El resultado no difiere de otros óbitos. El pesar de las familias y el círculo cercano es desgarrador. Se le va a despedir en el recogimiento que entendemos la gente de los pueblos. “Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Las coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Allí donde apenas se sostienen los padrones, se dimensiona el ritmo del duelo. Es una procesión que discurre con paso cansino, la cabeza abajo, las lágrimas aflorando de cuándo en cuando, el sentimiento compartido de comunidad. De ciento a viento la remembranza (“¡qué duro fue también el fallecimiento de su padre, el gran Jesús!, ¡qué duro fue también el fallecimiento de su padre, el gran Jesús!, víctima de esas conjuras entre la maquinaria agrícola y la tierra para el reencuentro fatal con la naturaleza)”). El hijo, Fausti, salió, en bondad, a su progenitor. Una humanidad desbordante, hiperbólica en la expresión que, sin embargo, venía barnizada con la pátina de la bondad.

Porque merecen la paz en el descanso, los funerales en los pueblos son concentraciones delicadamente tristes, empáticas con los familiares y con los amigos. Solemnes, sin una voz más alta que otra salvo los llantos y los quejidos espontáneos.

Es la concordia magnética frente a esas manifestaciones plagadas de exabruptos ante patentes injusticias que, sin embargo, no se combaten con lid sino con ley. La violencia, escribió Isaac Asimov, es el último recurso del incompetente y Gandhi la consideraba miedosa de los ideales de los demás. De ahí la agresividad. De ahí el contraste. A la muerte hay que dejarla que se vaya callando. Respeto.