Opinión
Por
  • Javier García Antón

El empleo público

La vicepresidenta segunda del Gobierno Nadia Calviño
La vicepresidenta del Gobierno Nadia Calviño
E.Press

JUSTO un día después de haber leído una interesante entrevista al economista Arturo Bris en la que el profesor de Lausana consideraba una aberración que el sueldo de los funcionarios haya subido durante la pandemia, me encuentro con el anuncio a bombo y platillo, con gong incluido, de la mayor oferta de empleo público de la historia, que se suma a las de los tres años precedentes para engrosar hasta los cien mil de alza. Esto es, nos vamos acercando a los 2,7 millones, mientras los autónomos de la iniciativa privada se reducen hasta el filo de los tres millones. Juzguen ustedes.

No considero justas las generalizaciones y las chanzas en torno a los empleados de la administración, porque los conozco -y no pocos- espléndidos en su probidad, aunque también los hay del género denominado “tocagüevos recalcitrantes”, aquellos que amparándose en la ampulosa, amenazante e insufrible jerga de la administración, se ponen muy cachondos porque creen que tienen poder. Lo malo es que, en verdad, nos hacen pasar malos tragos y no precisamente por la presunta culpabilidad que se nos atribuye con un lenguaje decimonónico. Recibir una carta de Hacienda, de Justicia o de Tráfico eleva el nivel de arritmias de forma injustificada. Ahí es donde se explica aquella visión de Masson de que los funcionarios son los empleados que el ciudadano paga para ser la víctima de su insolente vejación.

Los empleados no son como los cargos electos, a los que Jefferson atribuía la condición de propiedad pública, pero sí existe una responsabilidad en la dimensión de la plantilla global de las instituciones, sobre todo porque la pagamos entre todos y no puede ser objeto de caprichos y arbitrariedades. Que me temo que los hay, incluso en algunas comunidades con tintes clientelares.