Opinión
Por
  • Fernando Jáuregui

La ya imposible relación del Gobierno con los jueces

Tribunal Supremo
Tribunal Supremo
Efe

El contencioso, menos que larvado, entre el estamento judicial, así, en general, y el Gobierno de Pedro Sánchez no puede prolongarse ya más tiempo sin grave quiebra para la democracia y para el buen funcionamiento de ese principio básico que es la separación de poderes. Día tras día encontramos tropiezos de ministros frente a decisiones judiciales que son auténticos revolcones judiciales, como el que una juez de Ceuta dio al titular de Interior, Grande-Marlaska, suspendiendo, con un auto escrito en términos durísimos, las repatriaciones de niños marroquís a su país de origen. Pero este ha sido solamente el último revés; Pedro Sánchez se tendrá que poner ya mismo a taponar este boquete, porque de lo contrario las consecuencias podrían llegar a ser impensables en su gravedad. Qué duda cabe de que el presidente del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, lanzará una nueva, pero sin duda más contundente, advertencia al Gobierno (y, es de suponer, también a la oposición) en la inauguración del año judicial este próximo 6 de septiembre, para que de una vez acuerden la renovación del órgano de gobierno de los jueces, que lleva ya dos años y medio con el mandato caducado, sin que ninguna de las dos partes en conflicto, PSOE/Unidas Podemos y PP, dé su brazo a torcer y facilite ya una salida acorde con los mandatos de la Constitución. Por cierto que también el Tribunal Constitucional y el de Cuentas (que no es un órgano judicial, pero sí de control) tienen parcialmente vencidos los mandatos de sus integrantes, lo que está dando origen a serios enfrentamientos en los que proliferan acusaciones subterráneas que alguna vez se expresan en voz alta, como cuando la ministra Belarra dijo que “los jueces son la oposición al Gobierno”, evidenciando lo que otros dicen en voz baja: que es el PP quien controla los máximos órganos judiciales y por ello se resiste a renovarlos. Las deficiencias estructurales en la manera de elegir a los jueces, excesivamente dependientes de la política, generan, desde casi siempre, un mal funcionamiento que en la actualidad se extiende a la elección ‘a dedo’ del fiscal general del Estado (en la actualidad la ex ministra de Justicia Dolores Delgado, que es una designación sin precedentes). Pero todas las propuestas de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, e incluso de la Constitución en los artículos correspondientes, se han estrellado hasta ahora en el vacío de la falta de acuerdos entre los dos grandes partidos. Un vacío que se va convirtiendo ya en el mayor de los problemas de la deteriorada política que se hace en España.

Así, ese mal funcionamiento queda patente en los reveses de los tribunales europeos a las decisiones de la Justicia española, maniatada por unas leyes insuficientes y arcaicas que nadie reforma ni actualiza; y se evidencia también en la falta de coherencia de unas decisiones judiciales en relación con otras en distintos puntos de España (sobre todo en casos relacionados con las restricciones derivadas de la pandemia, que necesitaría una regulación legal más adecuada). Ello lleva a fricciones sin cuento que hasta han animado a algunas asociaciones judiciales y fiscales, más o menos conectadas con la oposición, a intentar protestar ante el Parlamento, sin haberlo conseguido. Y mientras, el Ejecutivo no parece hacer demasiado caso ni al Supremo cuando se opone a los indultos para los presos del ‘procés’ ni al Constitucional cuando le enmienda la plana por la manera de tramitar los estados de alarma. Sí, los jueces están, en general, enfadados, por decir lo menos. Y ello algo podría llegar a tener que ver con que un órgano judicial acuse nada menos que al ministro del Interior de saltarse la ley, pura y simplemente (y no es el de Ceuta el único Juzgado desde el que se le ha llamado la atención). Lo cual supone una alteración casi sin precedentes en las reglas de juego de las democracias europeas.

Cierto es que no siempre se han respetado escrupulosamente estas reglas, ni en su espíritu ni en su literalidad: los ejemplos (recuérdese el caso del coronel Pérez de los Cobos, o cómo se ‘coló’ a Pablo Iglesias en la comisión investigadora del CNI disfrazándolo en un decreto que nada tenía que ver con el asunto) son ya abundantes. Es forzoso que el Ejecutivo reflexione sobre las muchas anomalías democráticas que salpican las relaciones entre los poderes clásicos de Montesquieu. Es verdad que el Gobierno de Pedro Sánchez puede, especialmente en las últimas semanas, exhibir logros dignos de aplauso, sobre todo para algunos Ministerios (que, por cierto, serán los que comparezcan en el Parlamento para explicar asuntos como la acogida de refugiados de Afganistán). Pero no menos cierto es que sin un respeto escrupuloso a esas normas, algunas no escritas, que regulan las democracias más escrupulosas, llegará un momento en el que, simplemente, ya no habrá democracia digna de tal nombre en España. Y no, no exagero: pregúntele al antiguo juez Marlaska.