Opinión
Por
  • Fernando Jáuregui

Batet, en el centro de una tormenta intolerable

El rey y Batet comparten que hace falta un Gobierno que aporte "estabilidad"
La presidenta del Congreso, Meritxell Batet. 
EFE

El último episodio ha sido el choque entre el Supremo y el Congreso a cuenta del diputado de Podemos Alberto Rodríguez, inhabilitado como diputado por el alto tribunal, algo que, en principio, la Cámara Baja no ha estimado, 'reinterpretando' lo que dicen los jueces. Pero lo de menos es el caso concreto del parlamentario canario, condenado por pegarle una patada a un policía allá por 2014: personalmente, ni siquiera estoy seguro de que a estas alturas tenga sentido forzar el cumplimiento de la sanción. Lo de más es el enorme conflicto entre poderes que, caso a caso, enfrenta ya al Legislativo con el Judicial, que, a su vez, está también seriamente enfrentado con el Ejecutivo y hasta consigo mismo. 

Este 'duelo a garrotazos' entre los poderes clásicos sobre los que, según la doctrina de Montesquieu, está basada una democracia, tiene, claro está, nombres propios. El del propio presidente del Supremo, Carlos Lesmes; el del presidente del Gobierno central, Pedro Sánchez; el del líder de la oposición, Pablo Casado... y el de la presidenta de la Cámara Baja, que es nada menos que el tercer escalón en el protocolo del Estado, Meritxell Batet. Ella se encuentra en estos momentos en el epicentro de una tormenta intolerable en un sistema democrático que pretenda ser sano y sin aristas totalitarias. He tenido que criticar, casi forzosamente en mi oficio de comentarista político, la actuación de la señora Batet al frente del Congreso: aquella decisión, demasiado precipitada, de cerrar la Cámara nada más declararse la pandemia, casi sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, acarreó muchas otras cosas, además de la reprobación del Tribunal Constitucional; entre ellas, un todavía más deficiente funcionamiento del Legislativo, que es el arquitrabe de una democracia. Suya fue, creo, la decisión de no permitir que algunos jueces, descontentos con la reforma del poder judicial que pretendía el Gobierno, acudiesen a quejarse ante Sus señorías. Suyas fueron las restricciones, pretextando medidas contra el Covid que ya no se practicaban en ninguna otra parte, para que los periodistas ejerciesen libremente su trabajo en los pasillos. Y suya es una actitud generalmente seguidista ante los dictados del Ejecutivo. Mostrando, una vez más, la conveniencia de que el Legislativo esté presidido por una figura parlamentaria no perteneciente al partido gobernante, de la misma manera que la presidencia del Consejo del Poder Judicial y del Supremo ha de estar ejercida por un magistrado de probada independencia, lo que, por cierto, tampoco es actualmente el caso. Y así, nos encontramos con que el reglamento de la Cámara, que tanta reforma necesita desde que el inolvidable Manuel Marín, allá por 2005, lo pidiera casi a gritos, está estancado, incapaz de solventar los muchos tropezones que la nueva coyuntura produce cada día. Y nos encontramos con que el debate sobre el estado de la nación (le corresponde convocarlo al presidente del Gobierno, pero puede ser instado desde el Parlamento) no se celebra ¡¡desde hace siete años!!, sin que la mayor parte de esta culpa le pueda ser atribuida a la señora Batet, claro está. Y nos encontramos con severas descalificaciones casi personales hacia ella, que no comparto, derivadas de vinculaciones afectivas que, dicen desde una oposición que tampoco está sabiendo estar a la altura de las circunstancias, pudieran haber afectado también al principio mismo de la separación de poderes.

Insisto en que siento tener que decirlo, porque mi aprecio por la valía académica de la señora Batet es grande, pero me parece que su designación fue desafortunada: el presidente del Legislativo no puede tener una tal vinculación con el Ejecutivo, de la misma manera --y ese fue otro error de nombramiento de Sánchez-- que la Fiscalía del Estado no debería, ética y estéticamente, aunque legalmente ya hemos visto que sí puede, estar tan supeditada al Gobierno.

Alguien, comenzando por los citados, debería empezar a deshacer, o cortar incluso, el nudo gordiano que atenaza el buen funcionamiento de nuestros poderes, partiendo, desde luego, del desbloqueo de la renovación de las instituciones 'caducadas'. Nos jugamos incluso que esto que habitamos pueda ser llamado una democracia en el mejor, más puro, sentido de la palabra. Y 'democracia' no admite palabras complementarias que la limiten o minimicen