Opinión
Por
  • Félix Rodríguez Prendes

Querer lo mismo y rechazar lo mismo

Lectura del Evangelio.
Lectura del Evangelio.
S.E.

A través de los tiempos se han planteado siempre dos objeciones básicas contra el doble mandamiento del amor. ¿Puedo amar a Dios a quien no he visto? Y si la respuesta es negativa, ¿puedo mandar en el amor? Lo cierto es que nadie ha visto a Dios jamás y por otro lado, el amor es un sentimiento que no admite imposiciones, que puede tenerse o no pero que no está sujeto a nuestra voluntad.

Es verdad que nadie ha visto a Dios, pero no por eso es absolutamente invisible. “Lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad” (Rom 1, 19-20). Dios nos ha amado primero dice San Juan, se ha hecho visible cuando “envió al mundo a su Hijo único para que el mundo se salve por El” (1Jn 4, 9) y en Jesús podemos ver al Padre. Continuamente está saliendo a nuestro encuentro: en la acción que desde los Apóstoles y durante estos dos mil años ha guiado a la Iglesia, en los testimonios de tantos hombres y mujeres que nos han precedido. En la comunidad viva de los creyentes, que es la Iglesia, experimentamos el amor de Dios, creemos en su presencia, de modo que lo podemos reconocer en nuestra vida cotidiana. El nos ha amado primero y sigue amándonos, ¿qué nos impide entonces corresponder a ese Amor? No se nos impone el sentimiento, pero ante la experiencia de su amor y de su antelación puede nacer en nosotros el amor como respuesta. Nuestra respuesta no puede quedar solo en un simple sentimiento, ya sabemos que los sentimientos son volubles, se enfrían; tampoco puede quedar solo en la alegría que experimentamos al sabernos amados. El encuentro con Dios tiene que implicar también a nuestra voluntad y a nuestro entendimiento. “La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas. Sin esta capacidad el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado a imagen de Dios”. (CEE. 36)

El proceso de amar siempre está inconcluso, se va transformando en el curso de la vida, va madurando hasta llegar a identificarse el que ama y el amado. Un autor romano antiguo, Salustio, reconocía el auténtico amor en “Idem velle atque idem nolle” –querer lo mismo y rechazar lo mismo- , es decir, hacerse uno semejante al otro.

Nuestra comunión de sentimiento y de conocimiento hace crecer la comunión de voluntad que es la historia del amor entre Dios y el hombre. Esto supera la obligación del mandamiento que se me impone, es mi propia voluntad la que ama agradecidamente a ese “Dios que está más dentro de mí que lo más íntimo de lo mío” (San Agustín. Confesiones III, 6.11), lo cual provoca nuestro abandono en Dios porque Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73)

Si en mi vida me falta este contacto con Dios, el prójimo será siempre únicamente el otro, sin reconocer en él la imagen divina que me impulsaría a amarlo. Pero si vivo sin prestar atención al otro, y solo me preocupa ser piadoso y cumplir con mis deberes religiosos, también se marchitará mi relación con Dios. Seguirá siendo una relación muy correcta pero sin amor. El Papa Benedicto ha dicho “Solo el servicio al prójimo abre los ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama”1(Benedicto XVI. La alegría de la fe. Pag. 24).