Opinión
Por
  • Enrique Serbeto

Dos años

Sánchez durante su intervención en el último pleno del año este martes
Sánchez durante una de sus intervenciones en el Congreso.
Efe

SE CUMPLEN ahora dos años desde que entró en plenas funciones esta inaudita coalición de gobierno entre unos que decían que no podrían dormir tranquilos al lado de los otros y que está apoyada por toda una piara de fuerzas, incluyendo algunas manchadas con la sangre y con las que ningún demócrata había osado acordar nada, o a partidos que lo hacen para mejor poder destruir el país desde dentro. En este tiempo, que yo recuerde, el Gobierno se ha llevado al menos dos buenos castañazos en forma de sentencias claras del Tribunal Constitucional, que es un límite político que tampoco se había rebasado en democracia, y ahora mismo casos como el del ministro de la Nada y sus cuitas con la carne y los ganaderos, confirma que el presidente ni siquiera manda en una parte de su gabinete, que es algo inaudito en un país europeo. Que no pueda asomarse ni en el último pueblo de España sin esperar que le abucheen es lamentable, pero se lo ha buscado a pulso engañando a tiros y troyanos.

Por ejemplo, con el tema de la reforma laboral. Entre esos amables lectores que tienen la gentileza de leer mis humildes peroratas, alguno recordará que mi opinión sobre la ministra de Trabajo y vicepresidenta del Gobierno Yolanda Díaz es francamente mejorable. Ha desgastado el verbo derogar en todas sus conjugaciones hasta lograr que la montaña de su ineptitud pariese un ratón que consiste en cambiarle el color del forro a la legislación laboral de 2013. Si yo estuviera en el puesto de Pablo Casado (¡Dios no lo quiera!) no dudaría ni tres segundos en anunciar que votaría con entusiasmo a favor de esta reformita, porque en ese momento Pedro Sánchez entraría en una situación imposible de contradicción consigo mismo y con sus cómplices. Los de ERC, Bildu y otras excrecencias políticas afines y, por supuesto, Podemos y lo que le cuelga, se iban a coger un cabreo monumental con el presidente, que después de haber cometido la infamia de firmar negro sobre blanco con los continuadores de ETA un documento comprometiéndose a eliminar la legislación del PP, ha terminado presumiendo de lo bien que funcionaba para pactar con los empresarios unos mínimos cambios cosméticos y ahora suplica al PP que le apoye. La capacidad de este personaje para traicionar a cualquiera que le haya escuchado es infinita. Yo no he visto nunca nada igual.

La única vez en la que ha querido preservar su palabra ha sido su empeño en defender que este año hemos pagado la electricidad al precio de 2018. Ya predije -cosa que no tiene ningún mérito- que haría trampas y burdas artimañas contables para simularlo. Lo que señalo ahora es que esas fullerías tienen un coste que pagaremos todos, tanto quienes pensamos que miente como los que se tragan sus bolas. Sin hablar del precio que está pagando la industria, de la inflación que no es la causa sino el resultado, de la rémora para la recuperación que todo esto significa, para resolver esta discusión no hace falta más que mirar atentamente el recibo de la luz, incluso uno en el que el «total a pagar» le parezca a usted más favorable a las teorías del presidente. Vale cualquiera. Si se compara con otro de hace un año, o dos o tres, se da uno cuenta que la proporción de lo que se paga por la electricidad y lo que son los impuestos y otras tasas ha sido siempre más o menos mitad y mitad, mientras que este año, para que el señor presidente se saliera con la suya, el coste de la energía representa el doble pero los impuestos que se pagan son apenas un diez por ciento de lo que suelen ser en tiempos normales. No es que a mí me guste pagar impuestos, pero me resulta chocante que para dejar la factura a pachas, como le hacía falta, el Gobierno haya aceptado transferir a las eléctricas ese dinero que normalmente tenía que haber pasado al Estado. Ahora tendrá que decir de dónde va a sacar esos ingresos que deben estar presupuestados, y que ya sabe que no puede «detraer» como se le ocurrió al inicio de la crisis. Efectivamente, lo que el Estado deje de ingresar lo tendremos que pagar los contribuyentes. Antes estaba en el recibo de la luz y ahora aparecerá en otros rincones y si no en el socorrido cajón de la deuda. Así que si alguien pensaba que Sánchez tiene superpoderes para esta o para cualquier otra cosa, ya puede estar seguro de que todo lo que hemos dejado de pagar ahora lo pagaremos después o lo sufriremos con el recorte de servicios públicos. No hay más cera que la que arde. Para salvar la palabra de alguien de quien todo el mundo sabe que es un mentiroso -y sigo sorprendiéndome de que aún haya quien le crea o que se consuele porque otros políticos también usan la trola- se ha asumido un desequilibrio fiscal muy peligroso y en vez de restablecer la normalidad cuanto antes, han decidido mantenerlo hasta marzo, aunque las cuentas públicas se queden temblando. La ministra Calviño debe estar ahorrando tanta electricidad que ni siquiera enciende el televisor para darse cuenta de que todo el mundo -quiero decir todo el mundo- le está advirtiendo de que nuestra economía está bailando sobre un campo de minas y que sus premisas de crecimiento y de ingresos no cuadran. Es decir que tarde o temprano tendrá que revertir esta medida. Si no lo hace, mal. Y si lo hace, aún peor, porque el recibo de la luz nos va a estallar de golpe, con una subida repentina en un ambiente inflacionario, que es como abrir las compuertas de un pantano el día de más lluvia y con el río ya crecido. Y todo eso para que parezca que Sánchez ha cumplido una promesa ¡una!.