Opinión
Por
  • Félix Rodríguez Prendes

Dos formas de amor: ágapê y eros

Imagen de la Semana Santa de Huesca.
La Cuaresma ofrece la ocasión para profundizar en el sentido de qué significa ser cristianos.
D.A.

Al inicio del libro del Génesis nos enfrentamos a la grandeza de un Dios creador “que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto hay en ella”. Todas las interpretaciones científicas que tratan de ignorar la voluntad de Dios en la creación son capaces de admitir lo más acientífico: la intervención del azar en el desarrollo de todas las leyes de la naturaleza. Sin embargo, pensamientos tan racionalistas, ignoran un principio general de la filosofía y por tanto de la razón: Si admitimos que, por el medio que sea, incluso el azar, se produce la creación y además que el mundo es finito, estamos admitiendo que antes no había nada y como es imposible pasar de la nada al ser, tiene que haber alguien que existe antes que posibilita el paso. Podemos admitir la evolución a partir de una primera creación, pero eso sería el medio de que Dios se vale para seguir cuidando de su criatura, entendiendo por criatura todo el mundo. La descripción del Génesis es, escrita en literatura oriental, la explicación de la intervención divina para el paso de la nada al ser. Desde este punto de vista no hay inconveniente en admitir el evolucionismo.

Dice el catecismo (punto 50) “que mediante la razón natural el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras, pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar, el de la Revelación divina. Por una decisión enteramente libre Dios se revela y se da al hombre y desvela su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo”.

San Ireneo de Lyon habla de esta pedagogía divina bajo la imagen de un mutuo acostumbrarse entre Dios y el hombre: “El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre”.

Toda esta grandeza con la que nos encontramos cada día y que Dios sigue poniendo para nuestra felicidad, parece justo que se debería corresponder con una actitud de agradecimiento por parte del hombre que debe manifestarse en el deseo de cumplir la voluntad de Dios y, al final de la peregrinación, estar para siempre con El, por lo tanto debemos interpretar nuestra estancia en la tierra como una peregrinación hacia la santidad, apoyados en la Virgen “abogada nuestra”. San Pablo nos lo dice más concretamente: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1Thes. 4,3).

Cada año la Cuaresma nos ofrece la ocasión para profundizar en el sentido de qué significa ser cristianos, digamos que debe ser un tiempo de entrenamiento en el que mediante la oración, el ayuno y la limosna se nos estimula a descubrir la misericordia de Dios a fin de que también nosotros crezcamos en la atención misericordiosa hacia nuestros hermanos. Otras veces hemos reflexionado sobre las dos formas de amor, el ágapê y el eros, que en griego tienen un significado muy definido aunque el español en ese concepto es más pobre y solo tiene una palabra para ambos contenidos. Es evidente que, en principio el amor de Dios es un amor -ágapê- es decir un amor que busca exclusivamente el bien del otro; en efecto siendo Dios la bondad infinita, ¿Qué puede ofrecerle el hombre que Él ya no tenga? El eros es el amor que es consciente de que le falta algo y espera adquirirlo en la unión con el amado. Pero la grandeza de Dios es tanta y su amor para con su criatura de tal medida que podríamos decir que el amor de Dios hacia el hombre es a la vez ágapê y eros, que en Él no son contradictorios. Tentado por el demonio, en la misma medida que lo fue el Señor al inicio de su vida pública, el hombre le está diciendo continuamente no a Dios, pero Dios no tira la toalla, no se da por vencido y ese no del hombre es lo que le lleva a manifestar su amor agapè-eros con toda su fuerza redentora solo por amor a la criatura, que siendo Dios no estaría obligado a hacer nada. Como dice Máximo el Confesor: “Cristo murió divinamente porque murió libremente”. Muriendo en la Cruz, Dios manifiesta su ágapê por el hombre porque ágapê es: “la fuerza que hace que los amantes no lo sean de sí mismos sino de aquellos a los que aman” (Dionisio Aeropagita).

El tiempo de Cuaresma es el tiempo de purificación, de penitencia, de conversión. La manifestación de la conversión es acudir al Señor: es la forma en que Él espera que cumplamos nuestra parte del eros. Rezamos en la liturgia de este domingo: “Invocavit me et ego exaudiam eum” (Si acudís a mí, yo os escucharé) y el salmo 50, nos dice como hemos de acudir a Dios: El no desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado. Y nuevamente leemos en la liturgia lo que planea Dios para el hombre: “eripiam eum et glorificabo eum” (lo libraré y lo glorificaré). Esta afirmación estimula nuestra esperanza en la gloria que debe acentuar nuestra fe y animar nuestra caridad (cfr. San Josemaría. Es Cristo que pasa, cap 6).