Opinión
Por
  • Félix Rodríguez Prendes

El último baile

Lectura del Evangelio.
Lectura del Evangelio.
S.E.

El pueblo judío esperaba que la venida del Mesías se produciría con un gran despliegue de gloria y majestad, que sería incontestable e incuestionable su divinidad, pero para eso hubiera sido necesario que el Señor no nos hubiera creado libres. Nuestro Dios es tan grande que habiendo sacrificado a su propio Hijo por nosotros, quiere algo de nosotros, aunque solo sea levantar la mano, no es que lo necesite para nada, pero quiere nuestro gesto para que seamos beneficiarios de la salvación. Podríamos decir que su éxito depende de nosotros ¡Tremendo!. Se comprende la perplejidad de Judas Tadeo: “Señor ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?” (Juan, 14). Cada uno, todos, hemos sido escogidos para ser testigos de esa revelación, pero tenemos que querer serlo y para los que quieran, lo dice el mismo Jesús, “vendremos a él y haremos morada en él” (Juan, 14). Reflexionar sobre la responsabilidad que contraemos es sobrecogedor. Mi continuidad en la vida eterna, porque la vida eterna empieza en esta vida, depende de mí, el Señor ya ha hecho todo lo que tenía que hacer, con total gratuidad. Y lo sigue haciendo eternamente.

Y la primera consecuencia es la paz. La paz que nos da el Señor, “no os la doy como la da el mundo” (Jn. 14,27). No es una paz producto de tomar ansiolíticos, no es la paz del Prozac, no es la paz inoperante, consecuencia de no hacer nada, de inhibirse de todo, de “pasar” de todo, de no discutir por nada, de aceptarlo todo, eso no es ser pacífico, eso es ser borrego, eso es ser indiferente, es tener el corazón seco y Jesús no lo tuvo Tampoco es la paz de los cementerios ni la de los armisticios que están a mitad de camino entre la paz y la guerra. La paz que el Señor nos promete es una paz sí, consecuencia de la guerra, pero es a la vez “gaudiun cum pace”. Paz con alegría, con la alegría de sabernos hijos. Es una paz que se consigue con la alegría que da la humildad; El nos lo ha dicho: “Aprended de mi que soy manso y humilde de corazón y encontraréis paz para vuestras almas”. (Mat. 11,29)

Tiene otra connotación esta paz que conseguimos mediante el abandono, “que es la condición que te hace falta para no perder la paz” (Camino 767) y es el estar quieto para ver las cosas con ojos de eternidad, es decir, teniendo en presente tanto el final como el pasado. Es no trotar de un sitio a otro, es no querer estar en todos los sitios a la vez. Desde ese punto de vista Paz es quietud, es vida intensa dentro de uno mismo, sin desear cambiar de sitio, sino tratando de hacer la voluntad de Dios, es renunciar a la felicidad para conseguir la Felicidad; tratando de ser luz y calor allí donde Él nos ha puesto y en la seguridad de su compañía y de su ayuda.

Paradójicamente esta decisión aparente de no ser feliz es la única que nos llevará a la Felicidad, porque como dice el Apóstol: El Señor me sigue de cerca. Caminaré con El y por tanto bien seguro, porque el Señor es mi Padre y con su ayuda cumpliré su Voluntad, aunque me cueste. Esa es la Paz que nos ofrece el Señor, distinta de la que da el mundo.

Estoy pasando unos días de alegría, con el alma llena de agradecimiento, ¡es tanto por lo que dar gracias! y es que cuando se piensa en que el Señor es lo único importante, que Él tiene sus razones que a lo mejor la razón no entiende, no podemos menos que estar alegres. Cuando se busca en todo al Señor, el corazón rebosa de paz y alegría.

Seguramente va en el ADN de los humanos el buscar el enfrentamiento con o sin causa; cuando como nos dice el Señor: “necio, esta noche vienen a pedirte tu alma” (Lc. 12,20); es decir, puede que estemos en nuestro último día que como dicen los ingleses in the last dance, podemos estar en el último baile. ¿Merece la pena arriesgar la paz definitiva con ese incierto futuro?