Opinión
Por
  • Enrique Serbeto

El asesino de Algeciras

Los vecinos se han concentrado y han guardo un minuto de silencio por la víctima de Algeciras.
Los vecinos se concentraron para guardar un minuto de silencio por la víctima de Algeciras.
EFE

HE visto muchas interpretaciones del asesinato del capellán de Algeciras por un marroquí de religión musulmana, que al parecer tenía que haber sido expulsado de España por otras causas hace seis meses. No hay ninguna duda de que este individuo es marroquí, no hay ninguna duda de que es musulmán y que ha invocado esa religión para cometer el asesinato e intentar matar a otras personas relacionadas con la Iglesia con su machete y tampoco se puede negar que estaba en España de forma ilegal, a pesar de que con su comportamiento ha demostrado de sobra que no le gusta nada la forma que tenemos de vivir los europeos en general. Se trata de alguien a quien Marruecos no quiso acoger a pesar de ser ciudadano suyo, que fue expulsado sin contemplaciones de Gibraltar y que campaba a sus anchas por Andalucía. Hasta se ha intentado explicar que en realidad no era más que un desequilibrado, víctima él mismo de una enfermedad psiquiátrica, con tal de alejar la vista del centro el asunto y mirar hacia otro lado como si esto hubiera sido un fenómeno meteorológico inevitable. En su primera reacción pública, Pedro Sánchez le dedicaba un escueto recuerdo al “fallecido”, equiparando al asesinado con alguien que hubiera sucumbido ante una enfermedad. Ni siquiera hubo una presencia relevante del Gobierno en el funeral, porque antes que reivindicar a la víctima, parece que las autoridades se han ocupado sobre todo de facilitar la defensa preventiva del asesino para tapar el asunto cuanto antes.

Es imposible desmentir estos datos y sin embargo se hacen filigranas dialécticas para ocultarlos, cuando la razón nos indica claramente que para poder afrontar un problema, lo peor que podemos hacer es empeñarnos en ignorar los hechos más evidentes. Para empezar, hay que reconocer que ciertos aspectos básicos de la religión islámica son absolutamente incompatibles con la vida en las sociedades liberales, que es en mi opinión la raíz de todo este debate. Hay quien también se empeña en ignorar este hecho o en ponerlo a cuenta de una deslegitimación general de todas las religiones. Pero no, tampoco es cierto que todas las religiones sean iguales, como no son tampoco iguales los efectos que estas causan en las sociedades en las que influyen. Cuando hablo de esa incompatibilidad entre la religión islámica y las sociedades abiertas quiero decir que en estos momentos no hay ni puede haber un país musulmán que pueda ser considerado plenamente democrático o en el que el respeto a los principios democráticos haya durado más de una legislatura. Muchos miran esto aún bajo el prisma de la utopía orientalista, que estaba muy bien para el siglo XIX, cuando hasta los europeos estábamos aprendiendo a construir aquí sociedades libres y empezábamos a trazar esa saludable frontera entre la política y la vida espiritual. Ahora, un somero repaso a todo el universo musulmán actual, con o sin petróleo, arroja un resultado desolador desde todos los puntos de vista, y se confirma plenamente con la simple constatación del sentido de los desplazamientos de población, siempre desde allí hacia los países democráticos, nunca al revés.

Por supuesto que no se puede meter a todos los musulmanes en el mismo saco, a pesar de que el concepto religioso de “umma” les incita a hacerlo y a contemplarse a sí mismos como miembros de una comunidad espiritual superior. Yo no llegaría al caso de culpar a los seguidores de Mahoma en general de la burrada que están haciendo en Afganistán al condenar a la ignorancia y la sumisión a todas las mujeres, pero me gustaría que precisamente fueran los musulmanes los primeros en denunciarlo y combatirlo puesto que esta barbaridad se está cometiendo en su nombre. Me gustaría también que los iraníes que están jugándose la vida en la calle -otra vez las mujeres dando heroicas muestras de coraje al quitarse el velo obligatorio como muestra de rebeldía- tuviesen el apoyo que merecen, pero no lo tienen. Al contrario, tanto los talibanes como los ayatolás son aceptados “per se”, mientras que se montan manifestaciones sin fin porque a un descerebrado se le ha ocurrido pintar a Mahoma o quemar un Coran.

Afortunadamente nosotros vivimos en una sociedad libre, pero para defenderla no basta con hacer bromas sobre si en la recepción al cuerpo diplomático el embajador iraní se niega a darle la mano a la Reina porque a sus ojos las mujeres son siempre seres impuros. Hasta ahora la “real politik”, el pragmatismo, lo que llamamos tolerancia, se impone. Pero tolerar, según el diccionario de Julio Casares, significa “sufrir, llevar con paciencia. Disimular o permitir algunas cosas sin consentirlas expresamente”. En ningún caso aceptarlas como normales y mucho menos como buenas. Es decir que esto que estamos haciendo, tolerando cosas que sabemos que no son tolerables, no sirve más que para esconder el verdadero problema. No nos gusta afrontarlo y por eso lo metemos debajo de una alfombra esperando que desaparezca solo. Se trata de un pulso en el que unos quieren jugar usando unas veces sus reglas y cuando les convienen, se basan también en las de los países democráticos. Frente a esto no tenemos más respuesta que esa meliflua y falsa idea de tolerancia, que es interpretada fácilmente como aprobación o como poco con resignación. Lo peor que se puede decir en este momento es que en España no tenemos un problema porque eso es otra vez negar la realidad. Tenemos un problema igual que lo tienen otros países como Francia, Alemania o Bélgica, pero no sabemos cómo resolverlo. Sería bueno aceptarlo como primer paso en la buena dirección.