Opinión
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  • Diario del Altoaragón

El Carnaval, una fiesta de primera

No hay nada que frene a la voluntad popular, tanto si es en el árido sendero de la indiferencia como si se conduce por el fértil camino de la exuberancia. En nuestras ciudades y pueblos, constatamos cómo tradiciones otrora consagradas por la totalidad del vecindario han transitado a una cierta apatía que las desluce. No es preciso recordar cuántas festividades han caído hoy en un cierto olvido ante los estímulos de ocio externos en tiempos de asueto interior. Y, viceversa, manifestaciones como el Carnaval, cuyo arraigo no es tan universal como hoy lo es su disfrute. Obviamente, expresiones como la de Bielsa sí alojan sus raíces en el fondo de los tiempos, no así en muchas de las urbes que, empero, han decidido adoptar el universo de las carnestolendas entre sus preferencias, sea con incorporación de usos personales, sea con la simple explosión de la música, el ritmo, el colorido, las luces y la diversión para niños y mayores, para adolescentes y para personas maduras, no porque la vida sea un carnaval, sino porque el carnaval da vida.

El Carnaval se ha erigido ya en una fiesta de primera. De máxima consideración entre los progenitores que reflejan en sus afanes los anhelos de su descendencia, ilusionada ante el magnetismo de los disfraces y la oportunidad de una convivencia sin más preocupación que la de lucir y bailar. Lo de menos es que en una gran parte de las localidades en las que se celebra se hayan incorporado recientemente, porque al final la intensidad de la vivencia no la marca la antigüedad, sino la determinación. En las culturas modernas, por la herencia del pensamiento ancestral, laborar es tan trascendental como relevante es festejar. Con la amenidad, se retorna mejor dispuesto para creer y para crear comunidad. Y es de lo que se trata.