Opinión
Por
  • JOSÉ LUIS UBEIRA HERNÁNDEZ

Vida y color

Todos los niños y niñas de mi generación tuvimos en nuestras manos, a mediados de los años 60, cromos de "Vida y Color". En aquella España gris que aún repartía leche en polvo por las escuelas y veía la televisión en blanco y negro, aquella colección invadió los hogares patrios con un éxito apoteósico, como si anunciara la premonición de un mundo nuevo e insospechado que aún tardaríamos varias décadas en descubrir. Muchos fueron los coleccionistas de aquella serie cromada; menos, los que la completaron y alguno habría que se haría a la postre con un Seat 600 D, una bicicleta Orbea o un radio transistor, premios mayores que sorteaba la editorial entre quienes consiguieran completarla.

No sé yo qué pasmo causarían aquellos cromos en los ambientes urbanos, pero, en el mundo rural en el que coleccioné la serie, la experiencia tuvo un impacto muy singular. Después de pegar concienzudamente los últimos números obtenidos y merendar una buena tajada de pan con aceite y azúcar, cogíamos los amigos el aro de hojalata y el palo de guía y nos íbamos a hacerlo circular por los caminos de las huertas, en los arrabales del pueblo.

Allí estaban las balsas repletas de sanguijuelas, las coles llenas de caracoles y de babosas, las fuentes y abrevaderos rebosantes de renacuajos. Más de una vez nos pasaron sobre las alpargatas culebras gordas como albóndigas y largas como el tiempo que aguantábamos sin respirar hasta que se perdían de vista. De vez en cuando, un sapo triste y solitario se cruzaba en nuestro camino o encontrábamos entre el musgo de los árboles una mariposa de un palmo de envergadura. Ya de retirada, calmábamos la sed con raíces de juncos mientras distinguíamos en el fondo del río los barbos de las carpas y sobre su superficie si se trataba de libélulas o de caballitos del diablo.

Aquella fauna estaba allí, formaba parte de nuestro entorno, era nuestra propia vida; verla reflejada en el álbum no nos causaba ni sorpresa ni admiración porque en la realidad coexistía con nosotros, era nuestra naturaleza. Las ilustraciones resultaban así tan familiares que nos sentíamos plenamente identificados con ellas.

Los chavales de ahora ya son distintos: no conducen aros, sino patines eléctricos, y no coleccionan cromos, sino selfies. Muchos no han visto nunca una salamandra o un tritón, y, dentro de poco, como nos descuidemos, en ese nuevo e insospechado mundo que antaño presentíamos no quedarán ni juncos para mascar ni avispa que nos pique.

No escribo para la nostalgia, sino para la reflexión. Según un reciente informe de la ONU, una octava parte de las especies animales y vegetales existentes está en peligro de extinción. El cambio climático es una de las causas de este desastre ecológico, pero, sobre todo, es la deriva de la acción humana la que está ocasionando semejante calamidad.

Hemos asfaltado medio planeta para que los coches circulen sin baches y a grandes velocidades; hemos quemado mares enteros de petróleo para que funcionen las industrias y los motores; hemos arrasado los bosques y las selvas para que no falte papel en las oficinas ni en los urinarios; hemos vaciado el mar de peces y los hemos sustituido por toneladas de plástico. En nombre del progreso, nuestra civilización aniquila amapolas, contamina aires y ríos, destruye fuentes, arrasa, en suma con todo lo que encuentra. Los humanos hemos olvidado que también nosotros somos naturaleza.

Y también estamos en peligro de extinción. Aquellas razas australianas y africanas que figuraban en el álbum han desaparecido o están a punto de hacerla.

Apenas quedan ya tutsis, pigmeos, bantúes, sonjos o mazais, y los pocos que quedan han cambiado sus indumentarias totémicas por pantalones vaqueros y camisetas de nylon.

Como los grandes mamíferos, sobreviven algunos en guetos o reservas naturales, tal vez con la vana esperanza de que surja una nueva conciencia ecológica que devuelva a este planeta un equilibrio que nunca debió perder.