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  • Diario del Altoaragón

Una visita a Labitolosa

Una visita a Labitolosa
Una visita a Labitolosa

Tengo una teoría sobre la evolución de las sociedades contemporáneas y que consiste en atribuir una parte importante de su éxito a ciertos componentes de su pasado. Uno de esos ingredientes, tal vez el más evidente, es el cristianismo. Y otro, también esencial, es haber sido parte del Imperio Romano. Como una cosa y otra acabaron fundiéndose en lo mismo y luego se fragmentaron en un mosaico desordenado antes de extenderse a trompicones por todo el planeta, ahora cuesta un poco ver cuánto tienen de cada elemento unos países u otros. Pero esos cimientos están ahí, en nosotros mismos y en nuestro paisaje. Este verano quise pasar a ver las ruinas de Labitolosa, ese misterioso y olvidado asentamiento donde vivieron nuestros antepasados hace más de dos mil años, aquellos que trajeron la ingeniería para hacer puentes por los que cruzar los feroces ríos, que entonces bajaban sin embridar desde el Pirineo, o los fundamentos de la agricultura mediterránea con el trigo, el aceite de oliva y el vino. Pero, sobre todo, nos trajeron el derecho, el concepto del imperio de la ley, que aún hoy sigue siendo el elemento esencial para cualquier tipo de progreso. Aunque a veces a lo largo de la historia se nos haya olvidado, la ley es la protección última de la libertad y la paz. Donde no hay leyes, lo que se impone es la fuerza y la tiranía.

Me dio un poco de pena ver que para llegar a un lugar tan emblemático de nuestro pasado no haya más que un triste letrero en un desvío insignificante. No digo que haya que poner un semáforo, pero al menos mostrar un poco más de orgullo a la hora de señalarlo. Luego, el acceso me pareció penoso. Siguiendo las roderas -porque está sin asfaltar y no en buen estado- acabé en una especie de vertedero de trastos. Trastos viejos pero no tanto como para que me parecieran del tiempo de los romanos. En realidad, el camino que lleva a Labitolosa es el más difuso, es decir, por el que menos gente pasa, si es que pasa alguien. Yo, que pensaba que me encontraría un atasco de autobuses, llegué a un lugar donde me resultó complicado hasta dar la vuelta con una moto. Las ruinas que alcancé a ver estaban en la mayor dejadez. Es verdad que se ha puesto una cubierta y hay unos pasillos elevados para que circulen los visitantes, pero sin una explicación bien diseñada es como entrar en una biblioteca en la que todos los libros están en tibetano: imposible entender nada. Acabé pensando que tal vez hubiera sido mejor dejar las ruinas enterradas, porque así se han mantenido bien durante siglos. Para que no las aprecie nadie, igual era mejor esperar a que las encontrasen gentes con más interés. La exposición en Huesca de los objetos encontrados durante las excavaciones ha sido un éxito, pero ¡hombre! eso no se compadece con la desidia en la que ha quedado el lugar del que proceden.

Sé qué algún buen amigo ha hecho llegar este lamento mío a las autoridades locales, que me consta que la Diputación Provincial ha hecho recientemente esfuerzos muy grandes con operaciones esenciales como la adquisición de La Cartuja de los Monegros y estoy seguro de que tiene también a Labitolosa en sus oraciones. No es muy complicado entender el enorme valor que tiene para nosotros los oscenses de hoy el respeto a nuestro pasado como un elemento que ha de seguir ayudando a construir el futuro. Como no me he estudiado los matices del reparto de competencias entre administraciones e ignoro lo que dice la ley -¡esa Ley que sembraron a orillas del Ésera los primeros labitolosanos!- no voy a echar la culpa a nadie por lo que se ha hecho o lo que se ha dejado de hacer. Lo único que puedo hacer es recordar que no todo depende de los poderes públicos ni de las instituciones, que nosotros mismos tenemos también la obligación de participar en el esfuerzo necesario para preservar orgullosamente ese pasado. A veces con donaciones (¿no hay empresas que puedan patrocinar un acceso más garboso a las ruinas?), a veces dando la lata como hago yo con estas líneas. Cualquier cosa menos seguir maldiciendo una supuesta fatalidad nuestra frente al resto del mundo. En Huesca, en toda la provincia pero particularmente en esos confines entre la Ribagorza y el Somontano, tenemos tesoros como para que nos envidien muchos países -digo bien, países- y deberíamos sentirnos orgullosos y muy afortunados. Lo único que nos falta es asumir que ello conlleva también la responsabilidad de estar a la altura de ese patrimonio excepcional que nos ha regalado el pasado y que ha de seguir siendo una de las fuentes principales de nuestra riqueza.

Para amar alguna cosa, primero hay que conocerla, así que animo a todos a que, a pesar de todo y con mucho cuidado para no romper el coche, vayan a visitar nuestra maravilla tal como está de momento, y así ayudaremos a convencer a los que pueden hacerlo para que empiecen a invertir en este diamante en bruto. Y de paso aprovechen también para llevarse unas secallonas que las que hacen en La Puebla de Castro que, como todo el mundo sabe, es donde se encuentra Labitolosa.