Opinión
Por
  • D.A.

Frustración y presión

Las promesas incumplidas tienen el efecto de una legítima frustración entre quienes son sus presumibles beneficiarios. El Gobierno en funciones, atrapado por la situación de parálisis hasta la consolidación de un pacto que le permita salir de la transitoriedad, se ha visto obligado a desdecir el anuncio de su presidente de propiciar en este umbral entre ejercicios el incremento de nueve décimas de las pensiones, de dos puntos de los sueldos de los funcionarios y del Salario Mínimo Interprofesional. Incluso ha cerrado el paso al 0,25 % establecido para los pensionistas en la Ley de Seguridad Social. Las dificultades propias de la situación gubernamental constituyen el argumento que ha expresado su portavoz, aun con el compromiso de efectuar esos aumentos con carácter retroactivo desde el 1 de enero.

Es evidente que las opciones de engordar el gasto público desde un gabinete en funciones son considerablemente inferiores, pero precisamente por esta realidad conviene aplicar la prudencia en cualesquiera adelantos de los objetivos en la vida política. No queremos pensar en que este retraso obedezca a una intención tacticista para presionar a ERC u otras formaciones políticas a las que se espera -de una manera ciertamente extraña, irregular y poco edificante por la actitud de quienes tienen poco apego al Estado y a España-, porque no sería una práctica nada edificante. Lo que demuestra, independientemente de las consideraciones de fondo sobre el volumen de las subidas pretendidas y su repercusión en las arcas públicas o la necesidad del diálogo social previo al SMI, es que un país no puede eternizarse en la incertidumbre y que los incumplimientos no engendran sino desafección. Una presión en medio de cierta frustración de una ciudadanía que demanda respuestas.