Opinión
Por
  • FERNANDO JÁUREGUI

Si Montesquieu levantara la cabeza, Dios mío...

Finalmente, y como era de esperar, Pedro Sánchez, presidente del Gobierno central en funciones, no compareció en la que era ya tradicional rueda de prensa "sin límite de preguntas" (o sea, una verdadera rueda de prensa) en el último Consejo de Ministros del año. Tuvo que ser la ministra portavoz quien afrontase la tarea de resumir, sin asomo de autocrítica, como es habitual en la política española, las realizaciones del Ejecutivo en el año más atípico que se recuerda desde la muerte de Franco.

Conociendo la ya pertinaz impermeabilidad del Gobierno en general y de su presidente en particular, llamó poco la atención que Sánchez este año desdeñase explicar muchas cosas que, obviamente, necesitan explicación. A mi juicio, lo más preocupante que se evidencia en estos días en los que se intenta llegar desesperadamente a un pacto de investidura, evitando así que se caiga un tinglado que cada día se tambalea en mayor medida, es el estado al que ha llegado el mundo de la Justicia. Un estado, en el fondo, más inquietante incluso que la parálisis del Legislativo y que el hecho de que el Ejecutivo esté en funciones y, por tanto, contra lo que dijo la ministra portavoz, funcionando apenas a medio gas: ahí está la parálisis de las pensiones y del salario mínimo, como ejemplos más recientes.

La Justicia española, que ha recibido varios varapalos de los tribunales europeos de distinto calibre, se halla hoy habiendo vencido los plazos para la renovación del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, así como de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional, crecientemente enfrentado con el primero. La Fiscalía está, a su vez, enfrentada con el Ministerio de Justicia, a cuyo frente se encuentra una ministra reprobada y atacada por la Abogacía y el Ejecutivo solo espera una oportunidad para cesar a la fiscal general, que se ha revelado como "incómoda" para el Gobierno.

Si a todo ello se suma el hecho de que la Abogacía del Estado ha sido colocada en una posición extremadamente incómoda en lo referente a la situación penitenciaria de Oriol Junqueras tras la última sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, tendremos un panorama que comprendo que sea difícilmente explicable por Pedro Sánchez, que está en la cúspide de las responsabilidades, con esta búsqueda a cualquier precio de alianzas para su investidura, de lo que ha sido "el año de los líos".

Tampoco, claro, las negociaciones con Esquerra, que abarca desde un informe de los servicios jurídicos del Estado que sea "beneficioso" para las exigencias de los republicanos catalanes, pueden ser narradas a la ciudadanía así, sin más, por Sánchez, que en su aislamiento respecto de la opinión pública evidencia la situación de bloqueo en la que se halla: de no salir adelante la investidura y si, por tanto, tuviese que convocar por tercera vez unas elecciones anticipadas, su carrera política estaría acabada.

Y eso sí que Sánchez no lo va, lógicamente, a permitir; así que, previsiblemente, habrá acuerdo con ERC de una u otra forma, con o sin líneas rojas traspasadas. Y cada vez queda menos tiempo, aunque Esquerra esté claramente toreando a Sánchez, haciéndole quedar en ridículo en aspectos como, por ejemplo, la fecha en la que se celebraría la investidura: ni antes de Navidad, ni en Navidad, ni en año nuevo, ni en Reyes... "Quien manda es Oriol Junqueras desde la cárcel", dicen en el PP, en Ciudadanos y también, creáme, en no pocos círculos del PSOE, no necesariamente en los ahora dominantes, desde luego.

Todo ello nos lleva a la constancia de que el problema catalán está envenenando la situación política española, en general. E incluso el propio concepto de una democracia completa y avanzada. Muchas cosas van a pasar, incluyendo una posible, creo que no probable, inhabilitación de Torra dentro de una semana por la Junta Electoral Central, que, a río judicial revuelto, extiende sus funciones.

Pero este, el de Cataluña y lo que pueda ocurrir en 2020 en la autonomía más importante de España, ha de ser objeto de un estudio particular: la cosa no se puede despachar así, sin más, como colofón a este artículo, que en lo que quiere poner el énfasis es en que, si Montesquieu levantara la cabeza y viese la situación en la que se encuentran los clásicos poderes en España -del desprecio de los tres al cuarto, los medios de comunicación, obviamente no contemplado por el barón de Secondat, ya ni hablamos--, saldría, como mínimo, despavorido. Y a lo mejor no se quedaría solo en su carrera.