Opinión
Por
  • ENRIQUE SERBETO

La cortesía constitucional

Existe una práctica en todas las democracias según la cual a los nuevos gobiernos se les suele dar ese periodo de gracia de cien días, tres meses a ojo, porque se supone que necesitan un tiempo para conocer el terreno y cohesionar el equipo, antes de empezar a poner en marcha los planes para impulsar al país hacia un rumbo concreto. A los dirigentes normales se les presume cierta prudencia elemental y buena fe en la preservación de las instituciones comunes que se han puesto en sus manos mientras que los ciudadanos debemos confiar en que todos actuarán buscando el bien común. Un caso en el que las cosas no se desarrollaron de esa manera fue el del venezolano Hugo Chávez que el día de su toma de posesión alzó la mano solemnemente y juró "sobre esta moribunda constitución" proclamando así su intención explícita de cambiar el régimen. Eso era en 1999 y no creo que sea necesario gastar mucha tinta para describir cómo ha dejado al que era uno de los países más ricos del mundo aquella ocurrencia que -dicho sea de paso- resultó muy del agrado de Pablo Iglesias, uno de los actuales vicepresidentes del Gobierno. Este mismo vicepresidente también admiraba públicamente Alexis Tsipras y sin embargo el griego pasó de prometer poner todo patas arriba e intentar desafiar abiertamente a la Comisión Europea a ejercer un pragmatismo razonable de modo que su sucesor, el popular Kyriakos Mitsotakis, recibió un país entero que ahora ya ha podido liberarse de la tutela del FMI y empieza a ver la luz después de tanto sufrimiento.

Así que aunque creo que hay que esperar esos tres meses, tampoco puedo pasar por alto que en su toma de posesión y sus primeras acciones Pedro Sánchez ha dado ya pruebas a mi entender evidentes de que no se encuentra cómodo con la estructura institucional que está fijada en la Constitución. Me refiero a su actitud displicente hacia el Rey no solo en el periodo de consultas, sino también en trámite de comunicarle la composición del Gobierno por teléfono, en lugar de acudir a despachar con la persona que encarna la representación de la unidad del país.

Quiero pensar que se debe a que después de esta investidura tan desabrida, al presidente del Gobierno le va a desgastar más el trabajo de mantener cohesionado a un equipo tan disparejo y más aún mantener el apoyo de sus extraños socios, con los que va a tener que hacer constantemente malabares como este. Aun así resulta cuanto menos chocante que quiera solventar el trámite con el jefe del Estado por vía telefónica y sin embargo no le parezca mal ir a Barcelona (además desplazarse él, no al revés) para ser recibido por Quim Torra, legalmente inhabilitado y en franca rebeldía contra la justicia.

Muchas de estas cosas le sucederán porque el pacto en el que se sustenta la mayoría se basa en la promesa de concesión de cosas que no están a su alcance o que se contradicen con las que ha prometido a otros socios tan exóticos como ese PNV de Teruel que digo yo. Un lector me ha ayudado a definir con un acierto innegable el negocio de Sánchez y su investidura como el de aquel que vendió el coche para comprar gasolina. Si lo entiendo bien, el coche serían las instituciones y la ley y la gasolina los apoyos parlamentarios.

Me pregunto si en el caso de que España fuera una república parlamentaria, Sánchez se hubiera comportado así con su presidente, que también sería el representante de la unidad del país. Hay una idea de una gran ingenuidad intelectual en el republicanismo español al que le da alergia una palabra y no la otra, sin pensar que de lo que se trata es de respetar la constitución democrática que es la que preserva nuestras libertades. Repúblicas son Corea del Norte o Cuba y si en estos momentos tuviésemos que elegir a un presidente de la República, tal como está la situación política en España, no me imagino en qué saldríamos ganando.

En fin, sabiendo-como dije el otro día- que la coalición que sustenta a Sánchez agrupa claramente a todo lo que en su día llamábamos los partidarios de la ruptura (por contraposición a los que acabaron imponiéndose para construir el régimen democrático con una reforma) es normal que esos gestos de mala gana hacia el Rey y algunas de las intenciones manifestadas por miembros de su nutrido equipo de vicepresidentes y ministros me suenen a chamusquina. Y para mí, en la defensa de la Constitución no hay plazos que valgan.