Opinión
Por
  • FERNANDO JÁUREGUI

Ahora sí que se ha producido la Gran Ruptura, la de nuestra Historia

Algo muy profundo se nos está rompiendo estos días, inéditos en las vidas de casi todos nosotros. Se nos ha roto el presente y ahora se nos rompe el pasado. La noticia de que el Rey Felipe VI "repudia" (es el titular de un periódico de este lunes) a su padre hace jirones un pedazo importantísimo de nuestra Historia. Aunque sabíamos algunas cosas que casi quisiéramos no saber sobre actividades de quien fue jefe del Estado de España durante casi cuarenta años, muchos preferíamos quedarnos con la imagen del Rey que nos hizo evolucionar hacia la democracia, del hombre al que atribuíamos el haber parado aquella vergonzosa intentona golpista del 23 de febrero hace treinta y nueve años. Pero ahora, con la nota emanada de La Zarzuela en la tarde de este domingo, cuando nos veíamos forzados a permanecer en nuestras casas en circunstancias insólitas, hemos de revisar el pasado, un pasado que es también nuestro, de todos. Ahora sí que ha saltado hecho añicos aquel "espíritu del 78".

Junto con, quizá, Felipe González, Juan Carlos de Borbón era, es, el último representante vivo de la primera fila de personajes que encabezaron la Transición, de la que tan orgullosos nos sentíamos, y las primeras décadas de la renacida democracia española tras el franquismo. Han sido, en esta calidad de adelantado de un sistema nuevo, muchos los elogios, reconocimientos y adhesiones que ha ido recibiendo quien es conocido ahora, impropiamente, como "Rey emérito". Conocíamos todos, claro, algunos pasajes oscuros de Don Juan Carlos, sabiendo que su inviolabilidad constitucional le incitaba a traspasar algunas fronteras prohibidas. Cerramos los ojos, los oídos y las bocas, como los monos sabios. Ahora, los manejos desde las sombras carcelarias de un comisario infame y de una mujer de pésima reputación, que trajo de cabeza a los servicios secretos durante años, han hecho explotar lo que se trataba, quizá erróneamente en aras del interés del Estado, de contener.

El Rey Felipe VI, que es un profesional intachable, a mi entender, en lo que se refiere al desempeño de la Corona, ha hecho lo que tenía que hacer: desautorizar públicamente, de un plumazo, esas actividades económicas, y creo que no solamente económicas, de un padre con quien ya estaba al parecer distanciado: no es fácil aceptar, además de que alguien ponga en peligro la forma del Estado, que a tu madre se la humille como se ha hecho en algunos momentos.

Supongo que el momento elegido por el Rey Felipe para lanzar un comunicado sin precedentes a una opinión pública que pensaba que nada más podía ya suceder ha sido también minuciosamente calculado. Al margen de los movimientos de la aventurera por diversas capitales europeas, presumiblemente difuminando informaciones en algunos periódicos, el jefe del Estado conoce, supongo, la necesidad que la opinión pública tiene de escuchar su mensaje en estos momentos de tribulación y de especial riesgo para el bienestar de todos los españoles: probablemente más de doscientos mil empleos se hayan perdido ya en la última semana, calculan quienes pueden hacerlo. Por ejemplo.

Don Felipe, que tiene ya un enorme conocimiento de la realidad política, sabía que, para conectar con los españoles, primero tenía que desconectar con su propio padre. Públicamente. Ignoro cuándo y cómo se producirá ese mensaje del Rey a los ciudadanos. Lo que sí sé es que el monarca tiene que vencer las resistencias timoratas de algunos de sus asesores y salir al balcón de las televisiones para que la ciudadanía, encerrada en sus hogares, compruebe que la Corona juega un papel balsámico, como aquel 3 de octubre de 2017 jugó un papel de liderazgo en momentos comprometidos para la unidad de la Patria. Cierto que el Gobierno no es que esté ayudando mucho al Rey precisamente en este necesario protagonismo: ni siquiera por cortesía y formalismo se ha dicho, más que de pasada, que se hubiese consultado al jefe del Estado para decretar el estado de alarma, entre otras cosas.

La Corona vive momentos de indudable zozobra, ya que, confío, no de riesgo de pervivencia. Muchos que nos manifestamos monárquicos nos sentimos también algo estafados ante conductas del pasado poco o más bien nada ejemplares: ya digo que cuarenta años de Historia han caído sobre nuestras cabezas, y eso te produce una cierta quiebra moral. No quisiera ahora sentirme, además, decepcionado ante la ausencia en el escenario de aquel a quien más de una vez he llamado el mejor Rey que hemos tenido nunca en España, este Felipe VI que sé que estos días debe estar sufriendo por un cúmulo de tristezas personales y de temores ante lo que le/nos depare el futuro. Debe saber el Rey que no esta solo: somos muchos, creo, los españoles que le acompañamos en este momento, tan difícil para todos, y que aguardamos sus palabras. Me resultaría especialmente extraño que no compareciese públicamente precisamente cuando creo que más necesaria es su figura entre nosotros.