Opinión
Por
  • LUZ GABÁS

Contra el ser manifiesto

Ayer me dijo un amigo que estaba pensando en marcharse de España por una única razón: la imposible convivencia. Como consecuencia de esa conversación, reflexioné sobre el manifiesto que hemos firmado un centenar de escritores de diferentes tendencias ideológicas en el que mostramos nuestro desacuerdo con la nueva Ley de Educación en un punto —solo uno— muy concreto: la eliminación de su articulado tanto de la condición del castellano como idioma oficial como la de ser la lengua vehicular en todo el Estado. Los firmantes éramos conscientes de que enseguida saldrían al ataque muchos que, en vez de argüir, directamente nos meterían a todos en ese saco con el sello de la palabra «fascista» tan socorrido para los intransigentes que defienden a capa y espada lo que diga y haga su gobierno, sea este quien sea, y diga y haga este lo que sea. Como es lógico, de entre quienes han manifestado una opinión, unos están de acuerdo y otros en contra del contenido del texto firmado. No obstante, lo que me ha sorprendido y preocupado ha sido que también hay quien está en contra del hecho de haber firmado un manifiesto. En cuanto al contenido del texto, hay quien ha mostrado su discrepancia con educación y quien ha pretendido politizar el asunto de malas maneras; y digo «de malas maneras» porque parto de una premisa básica para mi concepto de «debate»: como es difícil encontrar algo hoy en día que escape a la interpretación politizada, sería aconsejable recurrir a una saludable mezcla de corrección en la sintaxis, respeto y una pizca de ironía para mantener el odio a raya, para salvaguardar la libertad de expresión y para que este país no se vaya al garete. En cuanto a la crítica por el hecho de haber firmado un manifiesto en el que se reprende un punto concreto de una ley de setenta y siete páginas, acusándonos a cien escritores de ignorancia acerca de las materias de historia, lengua y política, ahí sí que me hierve la sangre: siempre he preferido una conversación caliente de política a que pretendan cerrarme la boca.

Estoy absolutamente convencida de que la libertad de expresión corre serio peligro en España. Por una parte, han vuelto los cuchicheos, los comentarios ambiguos y el silencio para que nadie sepa qué pienso, para que nadie me escuche y me delate, por miedo a represalias en el trabajo, en mi negocio, entre mis amistades; por otra parte, en las redes han encontrado su caldo de cultivo quienes desean escupir su mala bilis. Que ahora se esté utilizando, incluso normalizando, la expresión «por miedo a represalias» me produce un escalofrío de terror (sé de alguien que no ha firmado este manifiesto por miedo a actos de hostilidad contra su persona). Que se pervierta el lenguaje me aterroriza todavía más, pues estamos llegando a unos niveles de maldad insoportables. El asunto funciona así: A emite una opinión con la que B no está de acuerdo; B responde acusando a A de lo que le apetece; A entra al trapo de lo que considera una provocación y responde a B lo que le apetece; B acusa a A de intolerante y poco dialogante; A insulta a B y le desea lo peor; B acusa a A de ser facha o comunista, según el contenido del mensaje inicial. Y esto sucede ante los ojos de muchos otros que van tomando partido por A o por B, reproduciendo su tono y estilo y calentando todavía más el ambiente.

¿Dónde está el límite para este odio creciente Por lo leído y escuchado, algunos no dudarían en tomar las armas. ¿Quién puede detenerlo Para mí la respuesta es clara. Quien gobierna en un momento dado es responsable de mantener el equilibrio entre las diferentes ideologías de la población, representadas en un parlamento. Entre todas. Quien gobierna es responsable de sus actos, pero también de sus palabras, hacia todos los ciudadanos, no solo hacia sus votantes. En el momento en que públicamente se ignoran o se desprecian los valores de una parte de la población, a la que precisamente los radicales acusan de antidemocrática y antipatriótica, y se le advierte en tono amenazante de que nunca más volverá a formar parte del gobierno, peligra la democracia. En el momento en que se comienza a legislar para incluir como delito de odio lo que solo una parte de la población califica como tal, peligra la libertad de expresión. Y en el momento en que un individuo siente que no puede hablar, escribir o rotular su negocio con libertad en castellano en algún lugar de España, o que sus hijos no pueden recibir su educación en castellano, o en que a un niño el Olentzero o Papá Noel vasco le recrimina que le escriba en castellano, un nuevo régimen totalitario va tomando forma. Esto está pasando. ¿Desde cuándo nos hemos vuelto tan radicales ¿Quién ha provocado interesadamente que parezca que solo haya dos líneas de pensamiento, dos bandos, dos opciones ideológicas en España para clasificar millones de sensibilidades ¿Qué es eso de solo poder estar a favor o en contra, sin matices ¿De verdad no hemos evolucionado nada desde los años treinta del siglo pasado Conozco a católicos de izquierda y a republicanos de derecha. Seguro que hay antitaurinos y veganos de derecha. Conozco a cazadores de izquierda y a votantes de derecha que defienden y hablan la lengua oficial de su Comunidad Autónoma. Por haber, hay independentistas de derecha y de izquierda, es decir, diferentes en cuanto a cómo gobernar y gestionar lo público, que se unen en su objetivo compartido de separarse de España.

El deseo de dos únicos bandos enfrentados surge con la llegada al poder de la extrema izquierda, para la que los millones de personas que no comulgamos con sus preceptos somos antidemócratas, antipatrióticos y antisistema. Como reacción, de la derecha se escinde la derecha extrema, y ya está liada. ¿Dónde están todos esos millones de personas moderadas, de un amplio centro político, educadas en el respeto a las diferencias, que desean —como yo lo hago— un equilibrio razonable entre la libertad personal y la intervención del estado, que se niegan a una recuperación restaurativa y no reflexiva del pasado, a quienes se les ha hecho creer que ser equidistante está mal, que entienden que los cambios se deben realizar paulatinamente y no por imposición, mejorando y no destruyendo todo lo anterior Están callados, quietos, observando con pasmo el bochornoso espectáculo político del único país del mundo que no alardea con orgullo de su principal idioma oficial sino que mercadea con él políticamente. Esta es mi opinión, y por eso he firmado el manifiesto. Si no admitimos que el español o castellano es la lengua que nos une y que, por tanto, debe ser la lengua vehicular de la enseñanza en España, preservando a la vez las otras lenguas de España por cuanto forman parte de nuestro rico patrimonio cultural, y si desde el gobierno no se considera esto como algo incuestionable, realmente la convivencia está amenazada y el país en vías de su desmembración. Comprendo que haya quien discrepe y que defienda sus argumentos. Convivir consiste precisamente en aceptar la disensión. Pero jamás aceptaré que se insulte, ignore o prohíba el derecho a discrepar, a firmar manifiestos, la discrepancia en general y la mía en particular.